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Monday, October 28, 2013

En la víspera de noviembre (leyenda irlandesa)

Fairy song
A fairy song, illustración de Arthur Rackham.
Se considera una muy mala idea entre los isleños salir durante la víspera de noviembre a ocuparse de cualquier asunto, pues es cuando las criaturas mágicas tienen sus reuniones y no les gusta que las vean o las observen. Y todos los espíritus acuden junto a ellas y les ayudan. Pero los mortales deben quedarse en en casa, o sufrir las consecuencias, pues las almas de los muertos tienen poder sobre todas las cosas en esa noche del año, y celebran una fiesta con las hadas y beben vino tinto de las copas de las hadas, y bailan la música de las hadas hasta que la luna se oculta.

Hubo un hombre de pueblo que se quedó hasta tarde una víspera de noviembre pescando, y no pensó en las hadas hasta que vio un gran número de luces agitándose, y una multitud pasando deprisa con cestas y sacos, todos riendo y cantando y divertiéndose mientras marchaban.

—Sois una alegre pandilla —dijo—, ¿hacia dónde os dirigís?

—Vamos a la feria —dijo un pequeño anciano que llevaba un sombrero ladeado con una cinta dorada alrededor—. Ven con nosotros, Hugh King, y tendrás la más deliciosa comida y la más deliciosa bebida que hayas visto jamás.

—Y llévame esta cesta —dijo una pequeña mujer pelirroja.

Así que Hugh la agarró y fue con ellos hasta que llegaron a la feria, que estaba abarrotada con una multitud como no había visto en la isla en toda su vida. Y bailaban y reían y bebían vino tinto en pequeñas copas. Y había gaitas, y arpas, y pequeños zapateros arreglando zapatos, y las cosas más hermosas del mundo para comer y beber, como si estuvieran en el palacio de un rey. Pero la cesta era muy pesada, y Hugh estaba deseando dejarla y poder ir a bailar con una pequeña belleza de largo pelo rubio que reía frente a él.

—Bueno, deja aquí la cesta —dijo la mujer pelirroja—, ya que veo que estás muy cansado —y la cogió y quitó su tapa, y de ella salió un pequeño anciano, el diablillo más feo y contrahecho que imaginarse pueda.

—Ah, gracias, Hugh —dijo el diablillo educadamente—, por haber cargado conmigo tan bien. Soy de miembros débiles. De hecho no tengo nada que pueda llamarse piernas. Pero te pagaré bien, mi buen amigo. Acerca las manos —y el pequeño diablo dejó caer sobre ellas oro y más oro, brillantes guineas doradas—. Ahora vete —le dijo— y bebe a mi salud, y pásalo bien, y no tengas miedo de nada que veas u oigas.

Y le dejaron solo, salvo por el hombre con el sombrero ladeado y el fajín rojo alrededor de su cintura.

—Espera un poco —dijo—, pues el rey Finvarra y su esposa se acercan a ver la feria.

Según hablaba se escuchó el sonido de un cuerno, y apareció un carruaje tirado por cuatro caballos blancos, y de él bajó un espléndido y solemne caballero vestido completamente de negro y una hermosa dama con un velo plateado sobre su cara.

—Este es el mismísimo Finvarra y la reina —dijo el pequeño anciano. Pero Hugh estuvo a punto de morirse el susto cuando Finvarra preguntó:

—¿Quién ha traído a este hombre?

Y el rey frunció el ceño y le miró tan sombriamente que Hugh casi se desmayó de miedo. Entonces todos rieron y rieron tan alto que todo pareció temblar y agitarse con el sonido de las risas. Y los bailarines se acercaron y bailaron alrededor de Hugh, e intentaron cogerle de las manos y hacerle bailar con ellos.

—¿Sabes quienes son estas gentes, y los hombres y mujeres que bailan alrededor tuya? —preguntó el anciano—. Míralos bien, ¿los habías visto antes?

Y cuando Hugh miró vio una muchacha que había muerto el año anterior, y luego otro y otro de sus amigos que sabía que habían muerto hacía mucho, y entonces vio que todos los bailarines, hombres, mujeres y muchachas, eran los muertos en sus largos sudarios blancos. E intentó escapar de ellos, pero no pudo, porque se arremolinaron a su alrededor y bailaron y rieron y lo agarraron por los brazos, e intentaron arrastrarlo al baile, y sus risas parecían atravesar su cerebro y matarlo. Y cayó ante ellos, como atrapado por el sueño, y no supo nada más hasta que le encontraron a la mañana siguiente acostado dentro del círculo de piedra de un fuerte de las hadas sobre la colina. Era evidente que había estado entre criaturas mágicas, nadie podía negarlo, ya que sus brazos estaban negros por el toque con las manos de los muertos cuando habían intentado arrastrarlo al baile. Pero ni una pizca del oro rojo que le había dado el pequeño diablo pudo encontrarse en su bolsillo. Ni una sola moneda dorada. Todo se había perdido para siempre.

Y Hugh regresó triste a su casa, porque ahora sabía que los espíritus se habían reído de él y lo habían castigado por haber molestado sus celebraciones de la víspera de noviembre, esa noche entre todas las del año en que los muertos pueden dejar sus tumbas y bailar a la luz de la luna sobre la colina, y los mortales deben quedarse en casa y no atreverse nunca a contemplarlos.


FIN


November Eve es una de las leyendas incluidas en Ancient Legends, Mystic Charms, and Superstitions of Ireland, de Lady Francesca Wilde (1821 - 1896). La traducción la he hecho yo mismo y aquí podéis encontrar su versión original.

En el cuento he usado la traducción estándar de fairy, hada, aunque en realidad las (o los) fairies de las leyendas celtas no se corresponden con el concepto de hada que tenemos hoy en día. Es por ello que he utilizado en su lugar criaturas mágicas al comienzo y final del relato.

Saturday, January 19, 2013

Los amigos del gato (leyenda africana)


Hace unas semanas, al pasar por la cocina, vi como mi Santa se afanaba en crear otra de sus estupendas tartas, esta vez decorada con animales de África. "Si le pones una jirafa entonces es como la leyenda de los amigos del gato", le comenté, y allí sobre la marcha surgió la idea de hacer dos entradas en paralelo, tarta y cuento a la vez. Aunque, como es habitual, ella fue mucho más eficiente que yo y la he tenido esperando mientras terminaba de escribir esta antigua leyenda africana, que nos explica cómo comenzó la relación entre la humanidad y los gatos. Para alegrar el relato he incluido fotos de detalles de la tarta, que podéis ver completa al final del cuento.




Nuestra historia empieza donde suelen hacerlo las leyendas: hace mucho, mucho tiempo. Estamos en la sabana africana. Amanece y los primeros rayos de sol nos revelan a un pequeño gato bebiendo en una charca solitaria. Está encogido, desconfía, levanta la cabeza tras cada sorbo y no vuelve a bajarla hasta estar seguro de que no hay ningún peligro cerca. No era fácil ser un gato: la comida es poca y los riesgos muchos. Nuestro amigo no es feliz con esta vida llena de sobresaltos. Pero claro, que otra opción tiene un pequeño gato de...

¡Croac!

¡Alarma! ¡Agacharse! ¡Uñas! ¿Qué ha sido eso? Se prepara para la huida, busca a su alrededor al autor el rugido que le ha sobresaltado.

¡Croac!

Un momento, eso no es un rugido, eso parece más...

¡Slurp!¡Croac!

Una enorme rana descansa sobre un montón de tierra que aflora del agua. Parece ajena al mundo que la rodea, pero entonces hay un restallido y la lengua vuelve a la boca llevando una libélula. El gato se acerca a la orilla lanzando miradas nerviosas a su alrededor y la llama:

—¡Psssssss!

La rana se vuelve lentamente, parece no encontrar nada que merezca su atención.

¡Croac! ¡Slurp!¡Croac!

 —¡Eh, tú! —insiste— ¡Aquí!

—Ya sé que estás ahí. Lo que no sé es por qué quieres interrumpir mi desayuno.

—Mira, déjalo, solo quería ayudar —mientras se marcha deja caer un consejo—. Con tanto ruido vas a acabar atrayendo a un cazador.

—Bah, cazadores... Se ve que no sabes con quién estás hablando.

El gato detiene su retirada. No deja de ser un gato, y aún es muy joven para saber lo que se dice de ellos y la curiosidad.

—¿No tienes miedo de los cazadores?

—¿Debería? —y se responde a sí misma—. No. Soy la reina de esta charca. Estos son mis dominios y en ellos actúo —¡slurp!— como se me antoja.

El gato no puede evitar sentirse fascinado por la calma que transmite ese pequeño animal, ajeno al miedo que siempre guía sus pasos. Entonces le asalta una idea genial.

—¿Puedo quedarme contigo? —la rana entorna los ojos, extrañada— Sin duda una gran reina como tú podría enseñar muchas cosas un pobre gato.

Y de camino podría disfrutar de tu protección, termina la frase en su cabeza. Su descarado halago parece hacer mella en la rana que detiene, por primera vez desde que empezó la conversación, su cacería.

—Ciertamente, ciertamente... ¿Por dónde podríamos empezar? ¿Te gustan las libélulas? Bueno, todo es acostumbrarse. De momento puedes quedarte ahí y contemplarme mientras termino el desayuno. Sabes, esto de cazar bichos voladores no es tan fácil como pudiera parecer, hace falta...

El gato asiente y finge prestar atención mientras deja que su cuerpo se relaje por primera vez en... no sabría decirlo. Mucho tiempo. Se estira para recibir mejor los rayos de sol. El lugar es un poco húmedo, pero puede acostumbrarse.

De repente un crujido, una ligera vibración y su cuerpo gritando ¡peligro! Se gira hacia la rana buscando auxilio, justo a tiempo de ver el agua que levanta su zambullida. Una sombra le cubre y se encoje anticipando el aliento del cazador, la acometida, el buenos días...

¿Buenos días?

Abre los ojos. A su lado una jirafa bebe tranquilamente.

—Espero no haberte despertado. Si es así discúlpame, estaba muerta de sed.

El gato se mantiene inmóvil mientras observa fijamente a la recién llegada.

—No es fácil encontrar agua por aquí últimamente. Aunque supongo que te habrás dado cuenta de eso.

Nunca había prestado atención a las jirafas. Ni amenaza ni presa, para él eran como un elemento más del paisaje, con sus largas patas y sus llamativos cuellos. Hasta ese momento no se había parado a pensar en las ventajas de poder contemplar todo desde arriba. Tenía que ser muy difícil sorprenderlas. Y debían ser muy poderosas para haber asustado así a la rana en su propia charca. La adrenalina que corre por su cuerpo le anima a interrumpir una disertación sobre la calidad del agua según el tipo de charca y la época del año.

—¿Puedo ir contigo?

—...salvo aquella vez que resultó que en la charca había... ¿Perdón, has dicho algo?

—¿Me dejas que te acompañe? —repite mientras intenta componer una expresión lo más amistosa posible.

—¿Acompañarme? Nunca me habían ofrecido algo así. Ni siquiera aquella vez que nos encontramos con aquel grupo de gacelas Thomson que...

—Sin duda un animal con tantas experiencias como tú podría enseñarme mucho sobre la vida en la sabana.

—...y entonces yo le dije, "Pues claro que puedo morderlo"... —interrumpida de nuevo la jirafa se quedó mirándolo mientras ordenaba sus ideas—. ¿Por qué no? Desde luego hay muchas cosas que podría contarte. La sabana está llena de chismes curiosos y no es fácil encontrar a gente amable con la que conversar —levantó su largo cuello y empezó a girarse—. Acompáñame, te presentaré al resto del grupo.

El gato inició un trote para mantenerse a su lado. Desde las alturas la voz de la jirafa caía monótona como la lluvia. Como una lluvia torrencial.

Bueno, al menos estaba seco.

El gato acompañó a las jirafas el resto del día que, alegría, fue bastante tranquilo. Buscaba roedores entre la hierba o recorría las ramas donde se alimentaban, buscando nidos. Allí estaba, acechando a un pequeño pájaro mientras escuchaba quejas sobre lo poco respetuosas que eran esas gacelas que iban por la sabana como si fuera suya, cuando notó algo extraño. El lomo se le erizó mientras intentaba determinar qué era lo que no encajaba. Entonces se dio cuenta: por primera vez en todo el día había silencio a su alrededor. Al otro lado de la cubierta de hojas las cabezas de las jirafas no dejaban de temblar. 

Bajo la luz dorada del atardecer una leona cruzaba entre los árboles. De la copa de uno de ellos descendió una sombra que se puso, veloz, a su lado.

—Buenas noches, poderosa señora, permitidme este pequeño presente —dijo el gato tras escupir a sus pies el pájaro que acababa de cazar.

La leona lo miró con desdén, pero se agachó a recoger la presa.

—Sé que no soy digno de acompañaros, pero al ver vuestro andar tan elegante no he podido evitar pensar, "sí, es evidente por qué los llaman los reyes de la sabana" —la leona lo miró de reojo mientras husmeaba su regalo—. Sois tan poderosa y terrible que me sentiría muy honrado si me permitierais acompañaros. Puedo cazar para vos cuando estéis cansada, o vigilar vuestra siesta, o...

Terminado el pájaro en dos bocados la leona se puso de nuevo en movimiento, dejando al gato con la palabra en la boca. Se estaba preguntando si las jirafas le permitirían reintegrarse en el grupo cuando la leona se detuvo y volvió la cabeza hacia él. No dejó pasar la oportunidad. A su espalda las jirafas volvieron a alimentarse, charlando sobre que al final todos esos felinos son iguales, y que no había que fiarse de ellos, a mi prima una vez...

Esa noche conoció al resto de la manada (el macho le miró brevemente y decidió que era demasiado pequeño para ser una amenaza o un almuerzo) y salió a cazar con ellos. Pasó la mañana siguiente recostado en una roca con el estómago lleno, rodeado por sus nuevos protectores. El gato los observaba lleno de satisfacción mientras se estiraban al sol, bostezaban, se levantaban nerviosos y empezaban a retirarse.

—¿Qué ocurre? —preguntó poniéndose alerta de repente.

—Una manada de elefantes —le respondió una de las hembras más jóvenes—. Ven, no es buena idea ponerse en su camino.

Pero el gato no le hizo caso. Si había algo capaz de hacer retroceder a los mismísimos leones, entonces él quería estar a su lado. Unos minutos y una conversación llena de encendidos elogios después ya se encontraba subido al lomo de uno de sus nuevos protectores. Ahora sí que podía darse por satisfecho: si hasta los leones les evitaban los elefantes eran sin duda los reyes de la sabana. De ahora en adelante nunca más huir, nunca más tener miedo a nada.

Supongo que os imagináis lo que viene a continuación, ¿verdad?

—¿Qué animal es ése?

Nunca había visto nada así. Caminaban sobre sus patas de atrás y parecían muy enclenques. Extrañas hojas colgaban de sus cuerpos y llevaban largas ramas sujetas en sus patas delanteras. Pero por muy ridículos que le parecieran podía notar como los elefantes temblaban a su paso.

—Son hombres —le informaron—. Mejor no acercarse. Tienen aguijones que hieren a distancia y han domado al fuego: lo llevan de paseo como si fuera su mascota y le dan cadáveres para alimentarlo. Hay quien los ha visto...

Pero el gato ya no escuchaba, corría cuan rápido le permitían sus patas para alcanzar al grupo. Por el camino iba ensayando un discurso lleno de halagos, en el que se había vuelto un experto recientemente. Se emparejó al que cerraba la fila y entre grandes muestras de respeto le dijo:

—¡Miau!

La criatura miró hacia él con cierta curiosidad. Parecía un hueso duro de roer, tendría que esforzarse un poco más:

—Miaaaaauuuu, miau. ¡Miauuuuu!

Uno de los hombres que marchaba más adelantado gruñó algo incomprensible al que se hallaba a su lado y todo el grupo empezó a reír. Al hombre junto al que marchaba no pareció hacerle tanta gracia y agitó la rama que llevaba hacia el gato, apartándolo. Pero llegado hasta ahí no iba a dejar que una primera reacción adversa le intimidase. Volvió a la carga con más convicción:

—¡¡Miau!!

Sólo consiguió que volvieran las risas y aumentase la irritación del hombre, que lanzó contra él un montón de tierra de una patada mientras hacía extraños sonidos con la boca. Se apartó de un salto. De pronto comprendió que aquellas criaturas no hablaban la lengua de la sabana. ¿Ahora cómo podría convencerles de que le dejasen ir con ellos? ¿Había encontrado al fin al guardián más poderoso solo para tener que dejarlo marchar?

Se dio cuenta de que el hombre que había hablado la primera vez se había apartado del grupo y le hacía gestos con las manos. Trotó hacia él sin atreverse a acercarse demasiado. Se había agachado y le ofrecía algo mientras no dejaba de hacer esos extraños ruidos. A esa distancia podía oler la carne que sostenía frente a él. De un salto se la arrebató de la mano y reculó hasta una distancia segura. Estaba seca y dura, pero era carne. Y un regalo.

El hombre giró la cabeza hacia el grupo gritando algo que volvió a provocar las carcajadas de sus compañeros. Rebuscó en su cintura y le alargó otro trozo de carne. Esta vez el gato decidió arriesgarse y no huir después de recogerlo. Incluso logró dominar su instinto para permitir que la bestia lo acariciase.

El gato acompañó a la manada de hombres hacia lo que parecían grandes termiteros, y que supuso debían ser sus madrigueras. Conforme se acercaban empezó a distinguir el sonido de sus crías y su boca se hizo agua al distinguir el olor a comida.

Se mantuvo junto al hombre amable, esquivando la curiosidad de las crías humanas, mientras el grupo se deshacía. Acompañando a su nuevo protector llegó a la que debía ser su madriguera. En un rincón una cría con poco tiempo de vida intentaba agarrarse los pies bajo la mirada divertida de una hembra arrodillada junto a una pequeña hoguera. El gato dio un paso atrás al ver el fuego, fascinado por la despreocupación con que la mujer trataba al devorador. Entonces era cierto lo que había dicho el elefante y los hombres habían aprendido a domesticarlo. 

Ella también se fijó en él y preguntó algo al hombre, comenzando una discusión que fue subiendo poco a poco de tono, mientras la mujer señalaba a la cría y a ella y el hombre le tendía un pequeño roedor que llevaba atado al cinto. Finalmente el hombre bajó la cabeza y, recogiendo el gran palo puntiagudo que había soltado al entrar, se dio la vuelta haciendo un gesto al gato para que lo acompañase.

Pero el gato solo tenía ojos para la mujer. Al fin había encontrado a la criatura más poderosa de la sabana, aquella que era capaz de dominar al guerrero al que temía el elefante que asustaba al león que amedrentaba a la jirafa que espantaba a la rana. La acechó como a una presa, dando vueltas a su alrededor maullando lastimeramente, no rindiéndose ante sus intentos de apartarlo. Los círculos fueron haciéndose más estrechos mientras el tono de la mujer se ablandaba hasta convertirse en un arrullo. Un salto y penetró en sus defensas, frotándose y ronroneando, usando las armas que, a falta un lenguaje común, habrían de ser su forma de comunicarse desde entonces.

La mujer soltó una carcajada y dejó que se acurrucase en su regazo mientras despedía con una orden al hombre que observaba la escena sorprendido desde la puerta. El cazador se encogió de hombros y salió arrastrando los pies. Sólo cuando se dio la vuelta la mujer se permitió abandonar su gesto de enfado, dedicándole una sonrisa de despedida. Empezó a canturrear algo a su cría. Distraídamente acarició el lomo del gato, que se abandonó a la canción y el cercano calor del fuego. Su último pensamiento antes de quedarse dormido fue que podía llegar a acostumbrarse a eso.

Así fue como se inició una alianza que ha perdurado hasta nuestros días.





Notas:
  • En el blog de Aprendiz de repostera tenéis las instrucciones paso a paso por si os decidís a intentar hacer una tarta como la que acompaña el cuento.
  • Podéis encontrar una versión de esta leyenda en el libro Mis cuentos africanos de Nelson Mandela, aunque yo os recomendaría la versión que viene en el CD África, el lugar de los cuatro ríos, donde al mismo tiempo nos cuentan la razón por la que gatos y perros se llevan tan mal.

Sunday, October 28, 2012

Kathleen, leyenda irlandesa (con una segunda interpretación)

Una muchacha de Innis-Sark tenía un joven y agradable novio que falleció en un desgraciado accidente, dejándola llena de tristeza.

Un atardecer, mientras lloraba desconsolada a un lado del camino, se acercó a ella una dama completamente vestida de blanco, que le tocó la mejilla diciéndole:

—No llores, Kathleen, tu amado está bien. Mira a través de esta guirnalda de hojas y lo verás. Está en buena compañía, y lleva una corona dorada en la cabeza y un fajín escarlata en la cintura.

Así que Kathleen cogió la guirnalda y miró a través de ella. En efecto, allí estaba su amado en medio de un gran grupo que bailaba sobre una colina. Estaba pálido, pero más bello que nunca, con la corona dorada ciñéndole la cabeza, como si le hubieran hecho príncipe.

—Aquí dijo la dama, tengo una guirnalda mayor. Tómala, y cada vez que quieras ver a tu amado arranca una hoja y quémala. Se levantará una gran humareda y caerás en trance. Mientras estés en él tu amado te llevará a su lado a la colina de las hadas, donde podrás bailar con él toda la noche sobre la hierba. Pero no reces ni te persignes mientras esté brotando el humo o perderás a tu amado para siempre.

Desde ese momento se obró un gran cambio en Kathleen. Dejó de rezar y de asistir a misa, y ya nunca se persignaba. Pero cada noche se encerraba en su cuarto y quemaba una hoja de la guirnalda. Cuando surgía el humo caía en un profundo sopor. En esos momentos, aunque su cuerpo estuviera tendido en la cama, en realidad ella estaba lejos, en la colina de las hadas bailando junto a su amor. Era muy feliz en su nueva vida, y quería saber nada de curas, rezos o misas. En sus viajes ahora también estaban todos sus conocidos que habían muerto, que le daban la bienvenida ofreciéndole vino en pequeñas copas de cristal, pidiéndole que volviese pronto y se quedarse con ellos y su amado para siempre.

La madre de Kathleen era una buena mujer, honrada y piadosa, que se preocupó mucho del cambio de humor de su hija. Sospechando que había sido encantada por las hadas empezó a vigilarla. Una noche en la que Kathleen, como era habitual, se encerró en su cuarto, su madre se acercó sin hacer ruido y espió por una grieta de la puerta. Vio como Kathleen tomaba la guirnalda de su escondite, arrojaba una hoja al fuego y se levantaba una gran humareda, cayendo su hija sobre la cama en un profundo trance.

La mujer no pudo guardar silencio por más tiempo, pues había reconocido la obra del diablo. Cayó de rodillas y rezó en voz alta:

—¡María, madre, aleja los malos espíritus de esta niña!

E irrumpió en la habitación haciendo el signo de la cruz sobre la muchacha dormida, que inmediatamente se incorporó gritando:

—¡Madre! ¡Madre! ¡Los muertos vienen por mí! ¡Están aquí! ¡Están aquí!

Su cuerpo se agitaba con fuertes sacudidas. La pobre madre mandó a buscar al cura, que roció a la joven con agua bendita mientras rezaba por ella. Luego tomó la guirnalda de su lado y la maldijo. Instantáneamente las hierbas se convirtieron en polvo y cayeron al suelo formando un montón de cenizas. En ese instante Kathleen se tranquilizó, y pareció que los espíritus malignos la abandonaban. Pero estaba demasiado débil como para moverse, hablar o rezar. Y esa noche, antes de que el reloj diera las doce, falleció.

FIN

Leyenda de las islas occidentales de irlanda recopilada por Lady Jane Wilde Speranza (1821-1896). Traducción propia. Podéis ver descargar el original en inglés aquí.

Si habéis llegado hasta aquí quizá os estéis preguntando por la segunda interpretación a la que hace referencia el título. Pensad en lo que acabáis de leer: una leyenda de hadas y encantamientos, ¿verdad?

Eso pensé yo la primera vez. Pero tras pensar un poco en ella se me ocurrió otra interpretación de la historia: una joven en plena depresión por la pérdida de su novio se dedica a inhalar el humo de unas hierbas que le hacen tener alucinaciones. Llega un momento en que lo más importante para ella es su viaje de todas las noches y empieza a abandonar sus hábitos normales (no ira a misa en aquella época era algo serio, la gota que colmaba el vaso). Su madre se preocupa el día que la sorprende en un mal viaje y quema su reserva. Por supuesto, y para que la historia sea lo bastante ejemplarizante, la pobre muchacha acaba muriendo.

Esto no deja de ser una interpretación sin ninguna base, pero no me extrañaría que lo que pasó a la historia como una leyenda de espíritus no tuviera también su lado ejemplificador en un primer momento. Un cuentecito para disuadir a las jóvenes de jugar con ciertas hierbas.

Así que ya sabéis, niños y niñas, no aceptéis guirnaldas de desconocidos.

Saturday, March 31, 2012

El sueño igual

(Hoy quiero compartir con vosotros uno de los mejores regalos que me han hecho. Cuando mi santa le dijo a mi hija Paula que se acercaba mi cumpleaños, ella en seguida supo qué tenía que regalarme: "Un cuento, que le gustan mucho a Papá". Así que a sus cinco (casi seis) añitos se puso a dictarle a su madre la historia que os reproduzco a continuación, que la encuadernó incluyendo los dibujos que Paula hizo para ilustrarla.)

Erase una vez un corazón que se llamaba Paula y que un día iba caminando por el bosque, y se encontró a su amiga la estrella Ana. Paula le dijo:

―¿Qué estás haciendo?

―Estoy corriendo ―le contestó Ana― del Lobo grande y feroz y toda su pandilla de lobos y zorros.


Paula dijo:

―¡Oh, no! ¡Eso es terrible! Vamos a salir las dos huyendoooooo.

Entonces se encontraron a su amiga la Luna, que le dijo a Ana:

―¿Qué estás haciendo, hijita?

Ana contestó:

―Estamos huyendo del Lobo grande y feroz y su pandilla de lobos y zorros.

Entonces, la Luna le dijo:

―Dale de la mano al corazón y ¡vuela!

―¡Pero es que nos persiguen el Lobo grande y feroz y su pandilla de lobos y zorros!

―Pues yo os ayudaré para ir más rápido ―contestó la Luna.

Entonces se puso como una catapulta hasta el cielo y salieron volando y por el cielo se encontraron a su mejor amigo, el Sol.


Ana dijo:

―Sol, Sol ¡Ayúdanos! Es que yo vuelo poco y quizás me caiga, o no, pero el gran Lobo feroz y su pandilla nos está persiguiendo y que si puedes apuntarles con tus rayos si ves que vamos a caer por donde ellos están o cerca.

El Sol contestó:

―Pues veo que los lobos y zorros van hacia tu casa. Ve volando hasta tu casa, entra por la chimenea y cierra la puerta con 8 candados.


Y así lo hicieron, volaron rápidamente hacia la chimenea y entonces, en el momento en que estaban al lado de la chimenea a punto de entrar, y justo entonces, se cayó, porque era el momento en que ella paraba de volar. Entonces se pusieron a jugar hasta que el corazón Paula se convirtió en la estrella Ana y la estrella Ana se convirtió en el corazón Paula, porque era un sueño.

FIN

Paula

Tuesday, March 27, 2012

De piojos y hombres

No falla. Es ver el letrero en la puerta de la clase de mi hija invitándonos a revisar regularmente el pelo de los niños y empezar a picarme la cabeza. Por un instante estoy totalmente seguro de cobijar una colonia entera de piojos y me sube un escalofrío por la espalda. Y eso que, de hacer caso a la mitología china, no debería sentir repulsión por estos bichitos. Dejad que os cuente una leyenda:

Hace mucho, mucho tiempo, en el principio de la existencia, el Universo era un caos que mezclaba cielo y tierra en un todo... con forma de huevo. Dentro del huevo dormía P'an-Ku. Venía haciéndolo desde hacía 18.000 años (mes arriba, mes abajo), y si hubiera seguido haciéndolo no estaríamos aquí y el caos seguiría reinando en el Universo.

Pero un día (o noche, que en aquel entonces aún no existía ni una cosa ni la otra) P'an-Ku despertó. En seguida se sintió incómodo, encerrado en ese pequeño huevo que contenía todo lo que existía. Así que agarró un hacha (sí, había un hacha dentro del huevo. A mí no me miréis, yo no he sido quien se ha inventado la historia) y se puso a golpear a un lado y a otro hasta que se liberó.

P'an-Ku pudo al fin estirarse, y al hacerlo la parte clara y ligera del huevo subió con él dando lugar al cielo, mientras que la más turbia y pesada se quedó abajo formando el suelo. Cielo y tierra se expandieron durante otros 18.000 años (más o menos) y P'an-Ku creció con ellos, haciendo de columna que les impedía volver a mezclarse.

Pero 18.000 años son muchos, incluso para P'an-Ku, y acabó llegado su hora. Afortunadamente su labor había tenido su fruto y cielo y tierra estaban separados ya para siempre. 

¿Y eso que tiene que ver con los piojos de los que hablaba al principio, os preguntaréis?

Pues veréis, la muerte del gigante sirvió para llenar el mundo de nuevas cosas: sus ojos formaron el sol y la luna, su aliento el viento y su voz el trueno. De sus brazos y piernas surgieron montañas entre las que corría su sangre hecha agua. Sus músculos se volvieron fértiles campos recorridos por venas convertidas en caminos, y sobre ellos brillaban las estrellas que habían nacido del pelo de su barba. La piel y el vello de su cuerpo se tornaron árboles y flores que recibían la lluvia y el rocío en que se transformó su sudor (vale, esta parte no es tan bonita. Nunca voy a poder volver a ver la lluvia igual).

¿Y los piojos? Pues mira a tu alrededor. Nosotros somos los descendientes de los piojos y pulgas de P'an-Ku. Así que la próxima vez que te pique la cabeza (no mientas, te acabas de rascar) piensa que tal vez sea algún primo lejano tuyo que no terminó de convertirse en humano.


Malapata


Notas:
  • El texto es una reescritura de una leyenda que conocí en un libro sobre cosmología china que podéis descargaros en la biblioteca Cervantes Virtual.
  • Podéis saber más sobre nuestros primos en en Otros cuentos imposibles.

Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.

Saturday, December 31, 2011

Las entradas más visitadas de 2011 (II)

Continúo con la lista de entradas más vistas de 2011 que empecé ayer. Tenemos un Top 5 eminentemente fotográfico, una categoría que tenía un poco olvidada y he retomado recientemente. Y vistos los resultados parece que para vuestro agrado.

5.- Falling things - Martin Klimas: Llegé a la web del autor después de ver unas fotografías suyas de jarrones con flores estallando. Pero curioseando acabé en su serie de objetos cayendo y fue amor a primera vista. La fotografía de las canicas que os pongo a continuación sigue siendo una de mis favoritas de entre todas las que he publicado hasta ahora en el blog.

Fotografía de Martin Klimas.

4.- Explotando burbujas con Richard Heeks: Un día stumbleando llegué a una fabulosa galería que mostraba el proceso de un pompa de jabón explotando. Mi primera intención fue compartirla inmediatamente por Twitter y Divoblogger, que es donde suelo dejar caer mis descubrimientos. Pero antes me percaté de que el autor del blog no se había molestado en indicar el autor de las fotografías. Así que me puse manos a la obra y al cabo de un rato estaba disfrutando como un niño en la cuenta de Flickr de Richard Heeks, donde había fotos tan alucinantes como esta:

Spider (Popping Bubble)
Spider (Popping Bubble), de Richard Heeks.


3.- Fotografías de Vincent Laforet: Otra galería más a la que llegué por casualidad. Esta vez fue preparando una entrada para Los jueves, corto. Buscando información sobre el director de un cortometraje encontré que a la vez era un prestigioso fotógrafo, experto en el uso del tilt shift. Así que aproveché para hacer el primer crossover entre mis dos blogs, publicando el mismo día en ambos una entrada dedicada a Laforet con sus correspondientes referencias cruzadas. Lo pasé muy bien, pero por poco no acabo publicando el corto el viernes.
Fotografía de Vincent Laforet.

2.- El humor en la fotografía de René Maltête: “Nada es más necesario que el Humor porque nos evita tener que sufrir los eventos, en nuestra impotencia individual y a poder modificarlos", una frase del humorista, poeta y fotógrafo francés René Maltête que sigue siendo tristemente actual.

Rayures, de René Maltête.
1.- El sol, la luna y las estrellas - Leyenda de Madagascar: Y llegamos a la entrada más visitada en 2011, y la única que no es sobre fotografía entre las cinco primeras. Se trata de un cuento, una de mis categorías favoritas pero también de las que tengo más descuidadas. Es además una cosmogonía (una explicación del origen del mundo y sus fenómenos a través de la mitología), que es uno de los subgéneros que más me gustan. En este caso se trata de la explicación de la división en día y noche según la mitología de la isla de Madagascar.

Hasta aquí parte de lo que ha dado de sí este año, un año con menos entradas que los anteriores y en el que el blog ha visto como una de sus secciones fijas se marchaba a disfrutar de vida propia. Y ya os adelanto que no será la única, con el nuevo año quiero empezar un proyecto nuevo que os presentaré la semana que viene.

Un abrazo a todos los que os habéis dejado caer por aquí a lo largo de 2011 y desearos que tengáis un muy feliz 2012. Nos leemos.


Friday, December 30, 2011

Las entradas más visitadas de 2011 (I)

Se termina un nuevo año y, clásico que es uno, llega el momento de recapitular y ver cuáles son las entradas que más os han gustado o, al menos, las que más visitas han tenido de las publicadas a lo largo de 2011. De momento hoy os dejo las que ocuparon las posiciones del 6 al 10. El resto, mañana mismo.

10.- El ruiseñor - Hans Christian Andersen: Cerrando la lista un cuento clásico. No lo conocía hasta que a mi hija mayor le cayó por Reyes una versión abreviada. Me picó la curiosidad por conocer cómo era realmente y acabé cayendo en una página donde aparecía una colección de hermosas ilustraciones de principios del siglo pasado como la que os dejo a continuación:

Ilustración de Edmund Dulac.

9.- Mis favoritos del IX Notodofilmfest: Para los que no lo conozcáis, el Notodofilmfest es un popular concurso de cortometrajes con duración menor de tres minutos y medio. Este año me dediqué, por primera vez, a verme todos los finalistas y, aunque reconozco que la mayoría no me dijo gran cosa, encontré también un buen puñado de piezas que me gustaron bastante. Por ejemplo, este Not Again de David Galán Galindo.




8.- Sin circuitos impresos: Curioseando un día entre unos Selecciones Reader's Digest antiguos me encontré con este anuncio de televisiones Zenith en un ejemplar de Abril de 1967. Ojo a lo que en aquella época vendía como una ventaja:



7.- "Los jueves, corto" especial rupturas: Por ser como eres, Lo que tú quieras oír y Verte feliz: Se acercaba San Valentín y de pronto me di cuenta de los pocos cortometrajes que conocía que contaran una historia de amor que acabase bien frente a la cantidad que narraban rupturas. Y de ahí salió esta entrada que incluía este simpático cortometraje de Álvaro Fernández Armero. Ah, y aprovecho para recordaros que los cortos de los jueves siguen, pero ahora en Los jueves, corto.



6.- A través de los ojos de Robert B. Haas: Robert B. Haas ha recorrido medio mundo tomando fotos aéreas que ha publicado en diferentes libros publicados por National Geographic. En esta entrada compartía algunas de mis favoritas, entre las que se encontraba esta:

Manada de cebras con un ñu, fotografía de Robert B. Haas.


Friday, December 23, 2011

Las medias de los flamencos - Horacio Quiroga

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los peces. Los peces, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los peces estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de plátanos, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de peces en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los peces les gritaban haciéndoles burla.

Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada, como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.

Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

Ilustración de Leonardo Rodríguez.

Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los flamencos se morían de envidia.

Un flamenco dijo entonces:

—Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
—¡Tan-tan! —pegaron con las patas.

—¿Quién es? —respondió el almacenero.

—Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

—No, no hay —contestó el almacenero—. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así. 

Los flamencos fueron entonces a otro almacén.

—¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

El almacenero contestó:

—¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?

—Somos los flamencos— respondieron ellos.

Y el hombre dijo:

—Entonces son con seguridad flamencos locos.

Fueron a otro almacén.

 —¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

 El almacenero gritó:

 —¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras ? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en seguida!

Y el hombre los echó con la escoba.

Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.

Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:

 —¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan . No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.

Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:

—¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

—¡Con mucho gusto! —respondió la lechuza—. Esperen un segundo, y vuelvo en seguida.

Ilustración de Duna.

Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.

—Aquí están las medias —les dijo la lechuza—. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.

Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.

Cuando vieron a tos flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos únicamente, y como los flamencos no dejaban un Instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.

Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.

Ilustración de Irene Singer.

Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de la víbora es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.

Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.

Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. En seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos y alumbraron bien las patas de! flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.

—¡No son medias!— gritaron las víboras—. ¡ Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víboras de coral!

Ilustración de Leonardo Rodríguez.

Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas y les mordían también las patas, para que murieran.

Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas, Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de medias, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de baile.

Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido eran venenosas.

Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.

Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.

A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.

Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los peces saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pececito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

Flamenco
Fotografía de Javi Parri fjparrillaperez.
FIN

Las medias de los flamencos es uno de los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga.


Sunday, July 10, 2011

El chico inteligente (cuento iraní)

Un hombre había puesto sobre el lomo de su burro dos alforjas de trigo. Lo conducía hacia el molino cuando encontró una posada en el camino. Dejó atado el burro y entró en ella. Cuando salió, no lo encontró. Mientras buscaba al burro vio a un chico y le preguntó:

—¿Has visto mi burro?

El chico le contestó:

—¿Es un burro que tiene el ojo izquierdo ciego, es cojo de la pata derecha y lleva una carga de trigo?

El hombre se alegró mucho y dijo:

—¡Sí, así es mi burro! ¿Dónde lo viste? El chico contestó:

—No he visto a tu burro.

Al oír esto, el hombre se enfadó mucho y llevó al muchacho ante el alcalde. El alcalde preguntó:

—Mi querido chico, si no has visto al burro, ¿cómo es que conoces todas sus características?

El chico contestó:

—Desde el principio del camino vi el rastro del burro. La huella de su pata derecha era menos profunda que la de su pata izquierda. Por eso supe que el burro cojeaba de la pata derecha. Algún animal había comido el césped del lado derecho del camino, pero el césped del lado izquierdo estaba intacto. Por eso pensé que sería porque el burro no había visto el césped del lado izquierdo. Y por esa misma razón supuse que no veía con el ojo izquierdo. También había granos de trigo caídos sobre la tierra y por eso imaginé que la carga del burro era de trigo.

El alcalde felicitó al chico por su inteligencia y su buen juicio y el hombre tuvo que pedir perdón al muchacho.

FIN


Saturday, May 28, 2011

El viejo guardián - Tradicional japonés

(Esta es una historia que conocí hace bastante tiempo, pero me había olvidado de ella hasta que hace poco he regalado a una amiga un libro de cuentos que lo contenía. Lo he visto aparecer con diferentes títulos, como Yon y su abuelo o Incendio en los arrozales. Antes de intentar reproducirlo de memoria he preferido traeros la versión que he encontrado en BVH, extraída de un libro de leyendas de 1938.)

¡Qué gusto daba mirar desde lo alto de los barcos que resbalaban sobre el mar como un espejo! El pequeño Yon se sentía feliz en la cima de aquel monte. Sin padres, había ido a vivir con su abuelo en aquella casita de la montaña, en medio de los campos de arroz, dorados como el oro. Gozaba allí de aire puro y sol y libertad como los pájaros. Podía correr y jugar alegremente. ¡Qué bien se vivía en aquella paz campesina!

El pueblecito estaba allá abajo, a lo largo de la costa, frente al mar incendiado del sol. Yon veía las casas, pequeñitas, blancas, limpias; todo el pueblo como un lindo juguete. Y a los hombres y a los niños los veía como hormigas grandes y hormigas pequeñas.

Entre el monte y el mar sólo había una estrecha faja de tierra donde los hombres construyeron sus casas. Los campos cultivados estaban en aquella planicie de la montaña, húmeda y fértil, donde vivía Yon. El abuelo era el guardián de los extensos arrozales del pueblo.

El niño amaba los grandes campos de arroz. Siempre estaba dispuesto a ayudar en el trabajo de abrir las acequias de riego, y nadie como él ahuyentaba los pájaros en la época de la siega. Yon se sentía feliz. Abuelo lo quería mucho. Vivían los dos en la casita menuda y limpia, y estaba seguro de que los otros niños le tendrían envidia. Aquel viejo fuerte y serio era el mejor de todos los hombres.

Un día en que las espigas amarillas brillaban al sol, el viejo guardián miraba a lo lejos, al horizonte del mar. Su mirada era fija y llena de sorpresa. Una especie de nube grande y negra se elevaba en el confín como si el agua se revolviera contra el cielo. El viejo seguía mirando fijamente. De pronto, se volvió hacia la casa y grito:

-¡Yon!, ¡Yon!, trae del fuego una rama encendida.

El pequeño Yon no comprendía el deseo de su abuelo, pero obedeció al momento y salió corriendo con una tea en la mano. El viejo había cogido otra y corría hacia el arrozal más próximo.

Yon le seguía sorprendido. ¿Sería posible? Y al ver horrorizado que tiraba la tea hecha llamas en el campo de arroz, gritó:

-¡Qué haces,abuelo! ¡Qué quieres hacer!

-¡De prisa,de prisa,Yon, prende fuego a los campos!

Yon quedó inmóvil. Pensó que su abuelo había perdido la razón, y todo su cuerpo se llenó de espanto. Pero un niño japonés obedece siempre, y Yon tiró la antorcha llamenate entre las las espigas.

Primero fue una lumbre débil donde se retorcían los tallos resecados; después se extendió el fuego en llamaradas rojas, y bien pronto fueron los arrozales una inmensa hoguera. La montaña se elevaba hasta el cielo en una columna de humo.

Desde allá abajo, los habitantes del pueblecito vieron sus campos incendiados y, dando gritos de rabia, corrieron desesperados, trepando por los senderos tortuosos del monte; subiendo,subiendo hasta agotar las fuerzas. Nadie quedaba atrás. También las mujeres subían con los niños a la espalda. Al llegar al llano y ver los extensos arrozales devastados, la indignación se oyó en un grito de furia:

-¿Quién ha sido? ¿Quién es el incendiario?

El viejo guardián se adelantó a los hombres y dijo con serenidad:

-¡Yo he sido!

Yon sollozaba.

Un grupo los rodeó en actitud amenazadora, gritando.

-¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué?

El viejo se volvió severo y extendió la mano señalando el horizonte.

-Mirad allá- dijo.

Al fondo, donde unas horas antes la gran superficie del mar era plana como un espejo, se levantaba ahora hasta el cielo una espantosa muralla de agua. Una ola oscura y gigantesca avanzaba amenazadora desde el confín.

Hubo un momento de horror. Ni un grito... Los corazones latían con fuerza.

La muralla de agua avanzó hasta la tierra con un ronco bramido, se volcó sobre la costa deshaciéndolo todo, invadiéndolo todo, y fue a romperse, en un trueno desgarrado y furioso, contra la montaña... Una ola más. Después otra más débil... Luego, el mar se fue retirando con un rugido sordo.

La tierra apareció revuelta y socavada. El pueblecito había desaparecido, deshecho y arrastrado por aquella ola inmensa.

El viejo guardia miró satisfecho a todos los habitantes bien seguros en la cima del monte.

Su presencia de ánimo los había salvado de la invasión del mar.

Wednesday, March 16, 2011

El cortador de bambú - Tradicional japonés

Un anciano cortador de bambú, de nombre Taketori no Okina (el anciano que cosecha bambú),  se dirigía como cada día a recolectar los tallos con los que se ganaba la vida. Pero esa mañana iba a ser distinta a las demás: al caminar por el bosque encontró frente sí un tallo de bambú que brillaba misteriosamente. Con mucha precaución procedió a cortarlo, para descubrir en su interior un hermoso bebé del tamaño de su pulgar.

Cuando se recuperó de su sorpresa, Taketori acunó a la pequeña con cuidado entre sus manos y la llevó a su casa. Su esposa y él tomaron la aparición de la niña como una bendición, y decidieron cuidarla como la hija que nunca habían tenido, llamádola Kaguya-hime (radiante princesa de la noche).

Taketori no Okina lleva a Kaguya-hime a su casa. Dibujo de Tosa Horomichi (1650).
Fuente Wikipedia Commons.

Tras ese día, cada vez que Taketori no Okina salía a cortar bambú, dentro de cada tallo encontraba pequeñas nueces de oro. Pronto se hizo rico, mientras Kaguya crecía hasta convertirse en una mujer extraordinariamente hermosa. Aunque el anciano intentó mantenerla aislada del mundo exterior, no pudo evitar que se extendiera la noticia de su belleza.


Un día cinco príncipes llegaron a la residencia del anciano a pedir la mano de Kaguya. Esta se negó a siquiera a considerar la posibilidad de casarse, pero los príncipes no desfallecieron. Se dedicaron a asediar a  Taketori hasta que consiguieron convencerle de interceder ante su hija adoptiva para que escogiera a uno de ellos. Kaguya quería mucho a su padre y no quería desairarle, por lo que anunció que se casaría con aquel que consiguiera completar una difícil búsqueda.

A cada príncipe Kaguya encargó un objeto, a cual más extraño e inalcanzable. El primero debería traerle un cuenco de la India que había pertenecido al mismísimo Buda. Al segundo le encargó una rama hecha de oro, plata y joyas de la isla de Penglai. El tercero debía buscar la piel de la legendaria rata del fuego de China. Al cuarto le correspondió buscar una joya engarzada en el cuello de un dragón. Finalmente, el quinto príncipe debería encontrar una concha preciosa que sólo se hallaba en los nidos de ciertas golondrinas.

El primer príncipe era perezoso y, en lugar de viajar a la India, pagó una gran suma por un cuenco en un templo de Kyoto. Luego lo mandó a la princesa junto con una carta donde relataba los grandes riesgos que había pasado en su viaje. Extrañada de que hubiera vuelto tan pronto, pero ilusionada ante aquella importante reliquia, la princesa abrió el presente. Pero en cuanto lo vio se dio cuenta de que el cuenco no resplandecía de luz sagrada y se lo devolvió, decepcionada, al príncipe, que lo guardó desde entonces como recordatorio de que se podía esperar nada bueno del mundo si no estabas dispuesto a trabajar por ello.

El segundo príncipe volvió al cabo de tres años sucio y con sus ropas desgastadas, pero con una hermosísima rama de oro y joyas tal y como había pedido la princesa. A continuación relató como había llevado a cabo un viaje lleno de peligros y privaciones en el que casi pierde la vida. Las lágrimas empezaron a asomar en los ojos de Kaguya al imaginar el sufrimiento que había hecho pasar al joven cuando fueron interrumpidos. Seis orfebres buscaban al príncipe reclamando el pago por los tres años que habían pasado escondidos a su servicio construyendo la rama. Avergonzado, el segundo príncipe marchó fuera del país para no volver, mientras que Kaguya le devolvía la rama a los artesanos al tiempo que les pagaba por su trabajo.

El tercer príncipe mandó un criado con un saco de oro a un amigo suyo que vivía en China. Este buscó y buscó hasta que, justo antes de perder la esperanza, llegó a sus manos la preciada piel. Cuando el príncipe se la presentó a Kaguya, esta quiso probarla arrojándola a las llamas. Según la leyenda la piel debería salir indemne. Pero al tocar le fuego la piel se consumió en cenizas y el príncipe abandonó la habitación cabizbajo.

Finalmente el cuarto y quinto príncipes, aunque intentaron encarecidamente completar sus búsquedas, acabaron renunciando a ellas tras pasar por múltiples privaciones.

Después del fracaso de sus pretendientes, Kaguya se dedicó a pasar los días en la tranquilidad de su casa acompañando a sus ancianos padres. No habría de durar mucho esa paz. La leyenda de su belleza acabó llegando a la corte del Emperador, que mandó llamarla a la corte. Cuando los mensajeros trajeron de vuelta la negativa de la joven, el Emperador decidió acabar con su curiosidad yendo él mismo a verla.

En cuanto puso los ojos en Kaguya cayó profundamente enamorado. Pero la joven rechazó sus insistentes ofertas de matrimonio diciéndole que ella no era de este mundo, y que nunca podría acompañarle. El Emperador volvió a su palacio lleno de tristeza, aunque no quiso perder el contacto con ella y periódicamente le enviaba poemas de amor.

El verano después de su encuentro con el Emperador, el padre de Kaguya notó que la muchacha estaba cada vez más triste, y que pasaba las noches contemplando melancólica la luna. Cuando le interrogó, ella confesó entre lágrimas que sus días en la Tierra estaban acabando, y que en la siguiente luna llena vendrían a buscarla sus iguales para llevarla de nuevo a su hogar en la Luna.

Preocupado, el padre mandó aviso al Emperador, que en seguida mandó los mil mejores hombres de su ejército para velar la casa y proteger a Kaguya. Los días pasaron y en la víspera de la luna llena la joven se despidió entre lágrimas de sus padres, disculpándose por no poder quedarse a cuidar su vejez.

Esa noche la luna surgió más brillante que nunca, ascendiendo lentamente bajo la nerviosa mirada de los soldados, que esperaban con las armaduras dispuestas, las espadas desenvainadas y flechas en los arcos. Cuando el astro alcanzó su cénit se hizo visible un cortejo que bajaba a la tierra en medio de una dulce música. En cuanto fueron bañados por la luz que desprendían los seres celestiales los soldados quedaron paralizados, observando inertes como los habitantes de la Luna se acercaban a la casa.

Allí esperaba Kaguya. Besó a sus padres entre lágrimas y se acercó al hombre que encabezaba la marcha, que le tendió un frasco de elixir de la vida. Al beberlo todos los recuerdos de lo que había sido su vida en la Tierra le abandonaron, convirtiéndose de nuevo en una inmortal Princesa de la Luna, y marchó de vuelta a su hogar celestial rodeada por sus iguales.

Kaguya-hime vuelve a su hogar en la Luna. Dibujo de Tosa Horomichi (1650).
Fuente Wikipedia Commons.

No fue una tarea grata para el oficial de la corte llevar la noticia al Emperador, acompañada de la botella con los restos del elixir y una carta para él que Kaguya le había confiado antes de partir. El Emperador leyó la carta y, entre lágrimas, preguntó a sus consejeros cuál era la montaña más cercana al cielo. "La gran montaña de la provincia de Sugura", le respondieron. Allí mandó el Emperador a sus hombres para que quemaran la carta junto al resto del elixir, que no se atrevió a tocar, para que al ascender al cielo el humo sirviera como mensaje de despedida a aquella que había robado su corazón.

Según la leyenda, desde entonces la montaña recibie el nombre de Monte Inmortalidad o, en japonés, Monte Fuji, atribuyéndose el humo que ascendía desde su cima (cuando aún estaba activo) a los restos del mensaje del Emperador.

FIN

Descubrí el cuento de El cortador de bambú o La princesa de la Luna por casualidad en una entrada de la Wikipedia inglesa. Como no fui capaz de encontrar una versión en castellano que me gustase, he preferido reescribirlo. Al principio me limité a traducir la página de Wikipedia, pero luego me fue picando el gusanillo y busqué un par de versiones más (esta y esta) que, aunque coincidían en lo fundamental, mostraban ciertas discrepancias, sobre todo en el final. Finalmente me he decidido por usar las partes que más me gustaban de cada una de las versiones para montar un cuento a mi gusto.

Traduje el primer borrador durante las vacaciones de Navidad, pero no había vuelto a acordarme de él hasta que los últimos y desgraciados acontecimientos nos han hecho tener a Japón presente en nuestros pensamientos. Si queréis podéis aportar vuestra ayuda a las víctimas  desde esta página de la Cruz Roja.

Tuesday, February 15, 2011

La única hazaña

Un soberano que se aburría pidió que le buscaran a alguien capaz de una hazaña que sólo él pudiera llevar a cabo.

Sus emisarios buscaron mucho tiempo antes de encontrar a un hombre que podía lanzar un hilo y, a distancia, hacerlo pasar por el ojo de un aguja. Se trataba de una proeza inimaginable que el hombre realizó varias veces en presencia del soberano y de toda la corte.

El rey le dijo a su primer ministro que se le dieran a aquel hombre cien monedas de oro y cien bastonazos.

-¿Por qué cien bastonazos? -preguntó el hombre.

-Las cien monedas de oro recompensan tu hazaña -le dijo el rey- porque, en efecto, nadie en el mundo puede imitarte. Los cien bastonazos que vas a recibir son el castigo por haber perdido tanto tiempo en semejante tontería.

FIN

Lo cuenta Jean-Claude Carriére en El segundo círculo de los mentirosos. Cuentos filosóficos del mundo entero.

Sunday, February 6, 2011

El sol, la luna y las estrellas - Leyenda de Madagascar

Zanahary ("el Creador" en la religión popular malgache) tenía tres hijos, que eran Ramasoandro ("sol"), Ravolana ("luna") y Rahona ("nubes"). Cuando se hicieron mayores de edad, Zanahary les dio a cada uno su parte de herencia. Y les dijo:

- Ramasoandro, eres el primogénito: te daré doce cebúes. Ravolana, mi hija preferida: te daré siete cebúes. Y para ti, mi hijo menor: tendrás derecho a un cebú. Cuidad de vuestra herencia, porque yo no estaré vivo eternamente, y tenéis que aprender a cuidar de vosotros mismos desde ahora.

Así que los tres cogieron sus cebúes y volvieron a su casa. Los años pasaron. Un día, Zanahary cayó enfermo y el mpimasy ("brujo adivino", "curandero") le dijo que su único remedio era la sangre de un cebú. Zanahary llamó a su consejero y envió a un mensajero a buscar un cebú a casa de Ramasoandro. Zanahary dijo:

- Ramasoandro tiene muchos cebúes; seguro que no le pasaría nada si me diera uno para salvarme la vida. Vete a casa de Ramasoandro y dile que necesito un cebú.

El mensajero se fue, pero cuando le hizo saber la razón de su visita a Ramasoandro, éste le contestó:

- Lo siento, pero no puedo darte ninguno de mis cebúes. ¿Por qué mi padre ha pensado enseguida en que yo podría dártelo, si somos tres hermanos? Vete a ver a mi hermana, ella te lo dará.

Y el mensajero se fue a casa de Ravolana. Pero ésta le dijo:

- Mi hermano mayor tiene más cebúes que yo, porque nuestro padre le ha dado más. No puedo darte ninguno porque, como ves, tengo muchos hijos (se refiere a las estrellas). Así que, cuando me muera, quiero que tengan por lo menos un cebú cada uno. ¿Por qué no te vas a casa de Rahona? Estoy segura de que te lo concederá.

Entonces, el mensajero se fue a casa de Rahona, y le contó que su padre estaba enfermo, y que su único remedio era la sangre de un cebú. Ni siquiera tuvo tiempo para pedirle un cebú, porque Rahona inmediatamente le dijo:

- ¿Cuál es el problema? Ahora mismo te daré un cebú. Te acompañaré al palacio de mi padre y llevaremos el cebú con nosotros. No quiero que mi padre se muera.

Cuando llegaron al palacio de Zanahary, el mpimasy preparó el remedio, y el enfermo se curó. Entonces, Zanahary llamó a sus hijos y les dijo:

- Escúchame, Ramasoandro. Puse toda mi esperanza en ti cuando te di los doce cebúes; sin embargo, me has decepcionado profundamente. Has dado pruebas de egoísmo, y ésa no es una buena actitud. Ravolana, tú has dado pruebas de que eres una chica buena porque has pensado en el futuro de tus hijos, pero también has olvidado que soy tu padre y que me estaba muriendo. Rahona, me alegro de ver que no me has guardado rencor por haberte dado un solo cebú. A pesar de eso, has acudido a verme, y tu generosidad me ha salvado la vida. Así que, a partir de ahora, vosotros dos, Ramasoandro y Ravolana, tendréis que acatar y mostrar profundo respecto ante vuestro hermano menor, porque es un ser generoso y os ha superado en todo. Ramasoandro: brillarás sólo de día; Ravolana: brillarás sólo de noche con tus hijos. Pero cuando pase Rahona, os ocultará y no podréis brillar. Por más que brilléis, no podréis mostrar ninguna luz cuando vuestro hermano menor pase ante vosotros.

Por eso, el sol brilla sólo de día y la luna brilla sólo de noche; pero ninguno puede lucir cuando las nubes pasan por el cielo, puesto que ésa fue la voluntad de Zanahary.


FIN

La leyenda aparece recopilada en Mitos y leyendas de Madascar de Harinirinjahana Rabarijaona. La conocí gracias al mapa de esa gran idea que fue La vuelta al mundo en 80 cuentos

Saturday, January 8, 2011

El ruiseñor - Hans Christian Andersen

En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la historia se haya olvidado.

El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.

-¡Dios santo, y qué hermoso! -exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía-: ¡Dios santo, y qué hermoso!

De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban:

-¡Esto es lo mejor de todo!

De regreso a sus tierras los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago.

Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro.

«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!»

Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada.

-Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?

-Es la primera vez que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.

-Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.

-Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré.


¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó de subir y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros.

-Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra.

-Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón -replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi presencia para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar.

-¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte.

Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó:

-¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura.

-Pequeña fregaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.

Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.

-¡Oh! -exclamaron los cortesanos-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.

-No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho.

Luego oyeron las ranas croando en una charca.

-¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.

-No, eso son ranas -contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo.

Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.

-¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! -y señaló un avecilla gris posada en una rama.

-¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.

-Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.

-¡Con mucho gusto! - respondió el pájaro, y reanudó su canto que daba gloria oírlo.

-¡Parecen campanitas de cristal! -observó el mayordomo.

-¡Miren cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte.

-¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí.

-Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo- tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad.

-Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.

En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y uno no oía ni su propia voz.

En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar.

El ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.

-He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mí el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto con su dulce y melodiosa voz.

-¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente el ruiseñor causó sensación.

Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.

La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota.

Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor».

-He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China».

-¡Soberbio! -exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores.

-Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán!

Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con cuerda.

-No se le puede reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la letra.

En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches.

Repitió treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los cortesanos querían volver a oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía cantar algo. Pero, ¿dónde se había metido? Nadie se había dado cuenta de que, saliendo por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque.

-¿Qué significa esto? -preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en reproches e improperios, tachando al pájaro de desagradecido-. Por suerte nos queda el mejor -dijeron, y el ave mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésimo cuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil no había modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era muy superior al verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino también interiormente.

-Pues fíjense Vuestras Señorías, y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra.

-Eso pensamos todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo-. Todos deben oírlo cantar -dijo el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan satisfecha como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y levantando el dedo índice se inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor auténtico, dijeron:

-No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué...

El ruiseñor de verdad fue desterrado del país.

El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda; todos los regalos con que había sido obsequiado -oro y piedras preciosas- estaban dispuestos a su alrededor, y se le había conferido el título de Primer Cantor de Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo. Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por ser el del corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; tan larga y erudita, tan llena de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago.

Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el trino de canto del ave mecánica, y precisamente por eso les gustaba más que nunca; podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la calle cantaban: «¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era de veras divertido.

Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. «¡Schnurrrr!», se escapó la cuerda, y la música cesó.

El Emperador saltó de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera; pero, ¿qué podía hacer el hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones arregló un poco el ave; pero manifestó que debían andarse con mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de acuerdo.

Pasaron cinco años, cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el país. Los chinos querían mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya había sido elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca.

-¡P! -respondía éste, sacudiendo la cabeza.

Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo creía ya muerto y cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba un gran silencio.

Pero el Emperador no había expirado aún; permanecía rígido y pálido en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos que iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico.

El pobre Emperador jadeaba con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magnífico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban extravías cabezas, algunas horriblemente feas, otras de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre su corazón.

-¿Te acuerdas de tal cosa? -murmuraban una tras otra-. ¿Y de tal otra? -Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de la frente.

-¡Yo no lo sabía! -se excusaba el Emperador-. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino -gritó- para no oír todo eso que dicen!

Pero las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían.

-¡Música, música! -gritaba el Emperador-. ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya!

Mas el pájaro seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías; y el silencio era lúgubre.

De pronto resonó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama. Enterado de la desesperada situación del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos y dijo:

-Sigue, lindo ruiseñor, sigue.

-Sí, pero, ¿me darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica bandera? ¿Me darás la corona imperial?

Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las lágrimas de los supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría.

-¡Gracias, gracias! -dijo el Emperador-. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino; sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte?

-Ya me has recompensado -dijo el ruiseñor-. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que contentan al corazón de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando.

Así lo hizo, y el Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño tan dulce y tan reparador!

El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había vuelto aún, pues todos lo creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía cantando en la rama.

-¡Nunca te separarás de mi lado! -le dijo el Emperador-. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos.

-No lo hagas -suplicó el ruiseñor-. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona... aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. Volveré a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa.

-¡Lo que quieras! -dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje imperial, que ya se había puesto, y oprimiendo contra su corazón el pesado sable de oro.

-Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando!

Y se echó a volar.

Entraron los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el Emperador les dijo: ¡Buenos días!

FIN

La transcripción la he obtenido de la fabulosa Biblioteca Digital de Ciudad Seva. Las ilustraciones son de Edmund Dulac, Margaret Tarrant y Milo Winter y las encontré en SurLaLune, una página a tener en cuenta a partir de ahora.