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Tuesday, March 12, 2013

Antes "moro" que soltero

Hay ocasiones en que la vida nos presenta elecciones difíciles, que nos obligan a plantearnos quienes somos y a qué estamos dispuestos a renunciar. Una de estas disyuntivas se le planteó a los clérigos castellanos allá por el final del siglo XV.

Era evidente que la Iglesia de la época necesitaba una gran reforma. Desde unos papas rodeados de lujos que financiaban sus campañas militares vendiendo indulgencias, hasta un clero llano inculto y absentista, cuya vida daba pocos motivos de ejemplo a su rebaño. De esto eran consciente muchos contemporáneos, entre los que se encontraban los Reyes Católicos, que decidieron encabezar un movimiento para renovar la Iglesia en sus dominios (y, de paso, estrechar su control sobre ella).

Retrato del cardenal Cisneros
por Juan de Borgoña (Wikipedia)
Tal misión se encomendó al confesor de la reina, Hernando de Talavera, que fue sustituido en 1492 por Francisco Jiménez de Cisneros. Cisneros desplegó su gran energía en varios frentes, entre los que se contaba acabar con el concubinato tan habitual entre todos los niveles de la Iglesia. No en vano estamos hablando de unos años en el que los mismos papas Inocencio VIII y Alejandro VI otorgaban  cargos y honores a sus propios hijos.

En el caso de Castilla esto se consideraba tan natural que existía la práctica, al parecer exclusiva del reino, de que si el hijo de un clérigo podía heredar si su padre fallecía sin haber hecho testamento. Con estos antecedentes no es extraño que la medida de Cisneros fuera un golpe bajo (lo siento, no he podido evitar el juego de palabras) para muchos religiosos, que se vieron obligados a elegir entre su fe (y un trabajo seguro) y su pareja.

Si bien la gran mayoría optó por su cargo, hubo también muchos que prefirieron abandonarlo todo antes que renunciar u ocultar a la mujer con la que compartían sus días. Uno de estos ejemplos se dio en Andalucía, donde cuatrocientos frailes prefirieron convertirse al Islam y huir al Norte de África antes que perder a sus mujeres.

Parece que para ellos estaba claro donde residía su verdadera fe.



Fuentes: 

Monday, June 11, 2012

Puestos a elegir...

(Entrada publicada originalmente en Un café con Clío.)


En 1511 Diego Velázquez, al frente de unos tresciento treinta hombres, se lanza a la conquista de Cuba. La excusa fue perseguir al cacique taíno Hatuey, que había buscado refugio allí tras escapar a una matanza de jefes indios en La Española. Cuba se encontraba escasamente poblada en la época, y sus habitantes fueron incapaces de oponer resistencia a los castellanos. La mayor resistencia partió del propio Hatuey, aunque no pudo evitar ser capturado y ejecutado por los conquistadores.

Pero antes de ejecutarlo sus captores, en lo que debían de considerar un gesto de clemencia, le dieron a elegir la forma de su muerte: quemado vivo en la hoguera o, si aceptaba bautizarse, una muerte rápida por la espada. Hatuey eligió la hoguera. La razón: le habían contado que si se bautizaba iría al cielo, donde pasaría el resto de la eternidad en compañía de los castellanos.

Muerte de Hatuey, grabado de Théodore de Bry (1528-1598).
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

La anécdota ilustra el sentir de los primeros indios que tuvieron contacto con los conquistadores. En los pocos años desde que habían puesto el pie en La Española hasta la invasión de Cuba ya habían conseguido casi exterminar a los nativos de la primera isla. Los aborígenes de Cuba seguirían el mismo camino en apenas una generación. La razón fue principalmente las duras condiciones de trabajo a las que se vieron sometidos, junto la destrucción de sus cultivos por los animales que los castellanos habían soltado en la isla. El propio Diego Velázquez informó satisfecho al rey Fernando que en tres años el puñado de cerdos que había llevado consigo a la isla se habían convertido ya en más de treinta mil. No era de extrañar entonces que hubiera quien prefiriese una muerte lenta antes que pasar el resto de la eternidad al lado de sus verdugos.


Fuente: La conquista de México, de Hugh Thomas, que a su vez cita a la Historia de las indias de Bartolomé de las Casas.

Monday, May 28, 2012

El gran asedio de Gibraltar

El 11 de julio de 1779 comenzó el intento más importante por parte de España para recuperar Gibraltar, con un asedio que habría de prolongarse durante tres años y medio. Tres años en los que se sucedieron actitudes heroicas y vergonzosas, episodios de valor y estupidez hasta llegar al asalto final en el que... Bueno, supongo que os hacéis una idea de como acabó, ¿no?


Una guerra que empezó al otro lado del océano

Empecemos poniéndonos un poco en contexto. El 4 de julio de 1776 las colonias británicas de América del Norte proclaman su independencia de la metrópoli, comenzando la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Los rebeldes corren a buscar apoyo exterior y, por aquello de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, ponen sus ojos en Francia, que no puede dejar pasar la oportunidad de incordiar a su principal enemigo. Dos años después de su inicio, lo que empezó como una guerra entre una colonia y su metrópoli se convirtió en un conflicto entre dos de las naciones más poderosas del mundo, una auténtica guerra mundial que se extiende desde el norte del Océano Atlántico hasta el Índico, pasando por el Caribe, el Pacífico y el Mediterráneo en un enfrentamiento que ganaría quien fuese capaz de dominar el mar y sus rutas comerciales.

Y aquí es donde entra en juego España. Para disputarle a Inglaterra el dominio de los mares Francia necesitaba contar con el apoyo de la flota española, así que Luis XVI presionó a un reticente Carlos III, que no veía claro los beneficios de participar en el conflicto, hasta convencerle para entrar en la guerra en virtud del pacto de familia entre borbones. Y el caramelo para terminar de convencer al rey español fue la recuperación de Gibraltar y Menorca, en manos de los ingleses desde el Tratado de Utrecht de 1713.

Imagen digital de la NASA donde aparece resaltado Gibraltar (Wikipedia)




Un bloqueo frustrado... y unos soldados sedientos

Así, el 11 de julio de 1779, un intercambio de cañonazos marcó el comienzo del asedio al peñón, con unos catorce mil soldados españoles rodeando a los algo más de cinco mil soldados ingleses, además de más de tres mil civiles entre residentes y familiares de los soldados. Los españoles eran conscientes de la dificultad de tomar la Roca al asalto, así que su estrategia fue la de rendir a los sitiados por hambre.

Pasaron así dos años de privaciones para los ingleses, sometidos desde el primer día a un férreo racionamiento, teniendo además que hacer frente a brotes de escorbuto y viruela. Pero por dos ocasiones, en enero de 1780 y abril de 1781, una flota inglesa logró burlar el bloqueo para desembarcar provisiones y refuerzos.

Cañón inglés en un túnel de Gibraltar.
Fotografía de Scott Wylie, vía Wikipedia.
La segunda llegada de auxilio llenó de rabia  los sitiadores, que lanzaron su artillera sobre la ciudad por primera vez durante todo el conflicto, en un intento de evitar su aprovisionamiento. Cuando los gibraltareños salieron de sus refugios al día siguiente, se encontraron con una sorpresa: al derribar los muros, las balas habían expuesto a la luz las provisiones que algunos comerciantes habían acaparado en secreto y que iban sacando con cuentagotas y vendiendo a altos precios. Así que a un día de bombardeo siguió otro de saqueos.

Y si las autoridades contaban con el ejército para restaurar el orden no iban bien encaminados, pues entre los más activos saqueadores se encontraban precisamente bandas de soldados, aunque estos se dedicaron principalmente a los almacenes de bebidas. No en vano ya se habían quejado anteriormente de que entre los suministros traídos por la primera flota de rescate no hubiera vino ni ron. Decididos a resarcirse de su involuntaria abstinencia se atrincheraron en los almacenes a emborracharse, lanzándose luego a las calles en busca de más diversión. La situación llegó hasta tal extremo que grupos de oficiales debieron lanzarse a la calle empuñando hachas con las que destrozar todo barril que encontraban, hasta convertir las calles de Gibraltar en ríos de vino y brandy.

Pero ni el bombardeo ni la confusión posterior sirvieron para evitar que la flota desembarcara los suministros. Desmoralizados al ver que los ingleses volvían a estar bien provistos, los españoles relajaron su presión sobre el peñón, que no volvió a tener problemas para aprovisionarse. Poco a poco se volvió a una situación de tensa espera. Durante el verano de 1781 la ofensiva española se redujo al disparo de tres cañonazos diarios, que los gibraltareños bautizaron con sorna como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Pasado el verano los ingleses descubrieron que los españoles empezaban a levantar unos parapetos en la frontera del istmo destinados a albergar baterías con las que bombardear la colonia de cerca. El peligro fue conjurado mediante una arriesgada salida nocturna que destruyó las construcciones y sus polvorines y que todavía hoy se sigue conmemorando en el Peñón.


Los preparativos del ataque: celos y barcos insumergibles

Avanzamos un año hasta el final del verano de 1782. Las cosas se han movido poco en el Peñón, pero a su alrededor el mundo no ha dejado de girar. Las colonias norteamericanas donde se originó el conflicto han conseguido su independencia, y Europa está agotada por la guerra. Carlos III ha logrado uno de sus objetivos al entrar en el conflicto con la captura de Menorca, pero se niega a dar por terminadas las hostilidades hasta haber recuperado también Gibraltar, y los tratados entre ambos países impiden que Francia se siente a negociar sin el visto bueno de España. Así las cosas se prepara el que debía ser el asalto definitivo.

Fuertes y defensas españolas e inglesas.
Imagen de falconaumanni, vía Wikipedia.
Se refuerzan las tropas que sitían Gibraltar, a las que se une una gran flota combinada franco-española, hasta sumar unos 40.000 hombres. Frente a ellos los ingleses solo cuentan con algo más de 7.000 hombres. Pero, aunque ellos mismos no lo sepan, cuentan con un arma secreta: el divismo de los mandos españoles.

Parece que las relaciones entre el sexagenario duque de Crillon, conquistador de Menorca y jefe del ejército, y el almirante Buenaventura Moreno, a cargo de la flota, estaban marcadas por los celos y la desconfiaza mutua. Aunque si en algo coincídian ambos era en su desprecio hacia el tercero en discordia, el ingeniero francés Jean-Claude-Eléonor Le Michaud d'Arçon. D'Arcçon había convencido a Carlos III de que la conquista de Gibraltar pasaba por emplear unas naves de su invención, unas baterías flotantes insumergibles e ignífugas, que permitirían destruir las posiciones inglesas desde la bahía como paso previo a al desembarco de las tropas.

Carlos III apoyó la idea de construir las costosas naves a pesar de lo exiguo de su tesorería y de que la idea contaba con numerosos detractores, entre ellos el propio Crillon. A tanto llegaba su oposición al proyecto que solo se le pudo convercer de que siguiera al mando garantizándole que, si la operación fracasaba, se haría pública una declaración suya manifestando su desacuerdo con el plan. Pero, no contento con esto, además dejó a un amigo veinte copias de una carta donde dejaba claro que había aceptado el mando solo por orden del rey, y que en caso de victoria "la gloria y el crédito corresponderán al ingeniero francés M d'Arçon, en caso de que el lugar sea tomado gracias al éxito de las baterías flotantes, de lo cual tengo serias dudas, si las baterías fallan nadie podrá reprocharme nada pues no he tenido nada que ver en ello". Las instrucciones eran que las distrubuyera por España y Francia en el mismo momento en que llegase a Madrid la noticia del ataque a Gibraltar.

Mientras se llevaban a cabo los preparativos se iba reuniendo en la vecina Algeciras una multitud de curiosos llegados de todas partes de España y Francia que querían presenciar el ataque a modo de espectáculo al aire libre, entre los que se encontraban incluso dos príncipes franceses.


El gran asalto

Mientras, el mando español estaba hecho una jaula de grillos. Crillon presionaba para atacar de inmediato, antes de que llegase el otoño. D'Arçon se oponía, argumentando que las baterías flotantes aún no estaban listas, ni se había terminado de inspeccionar la bahía y sus bancos de areja y bajíos para buscar las mejores posiciones donde desplegarlas. En medio Moreno escuchaba a uno y otro cada vez más disgustado.

Finalmente fue Crillon quien consiguió imponerse. La mañana del día 13 de septiembre las enormes baterías flotantes fueron remolcadas al interior de la bahía de Algeciras y comenzó el intercambio de fuego. Sobre el papel debería haber sido una bombardeo a gran escala, en el que las diez flottantes estarían apoyadas por treinta cañoneras y otros treinta lanzamorteros de la armada. Pero estos últimos, sin ninguna razón más allá de las decisiones personales de su almirante don Luis de Córdoba, no aparecieron. Además, y como temía D'Arçon (que iba embarcado en una de las baterías), las posiciones donde desplegar sus ingenios no eran las adecuadas y no podían explotar a fondo su poder de fuego. Por el otro lado, el diseño del ingeniero parecía estar dando sus frutos: las balas de cañón inglesas rebotaban o se quedaban encajadas en las capas de juncos y madera verde de las baterías flotantes sin hacerles daño.

Asalto a Gibraltar de 1782. Dibujo de  Johann Martin Will (1727-1806), vía Wikipedia.

O, al menos, eso pareció al principio. Viendo la inutilidad de sus primeros disparos, los ingleses optaron por lanzar balas calentadas al rojo vivo. Algunas de ellas, al impactar con la protección de las naves, quedaban incrustadas, y poco a poco el calor les iba abriendo paso por el revestimiento sin que nadie fuese consciente hasta que empezaban a surgir las llamas.

Al caer la noche no solo no se habían cumplido los objetivos, sino que unos 5.000 hombres estaban atrapados en las diez baterías, dos de ellas en llamas, que carecían de medios para moverse por sí mismas. Aún había posibilidad de recuperarlas, pero Crillón, que nunca había creído en ellas, decidió que era mejor rescatar a la tripulación y destruirlas antes de que las capturasen los ingleses.

Pero si los marineros españoles creían que ya había pasado lo peor estaban muy equivocados. El almirante de Córdoba se negó a enviar sus fragatas bajo el fuego enemigo a rescatar a los tripulantes de las baterías. En su lugar se mandaron embarcaciones pequeñas, que llegaron a media noche con órdenes a los capitanes de incendiar las naves en cuanto hubieran evacuado a sus hombres. 

Baterías flotantes. Imagen tomada de Todo a Babor.

Y aquí sobrevino el desastre. Los marineros que llevaban todo el día combatiendo y apagando los incendios que provocaban las balas enemigas se dejaron llevar por el pánico y tomaron por asalto las embarcaciones. Algunas se sobrecargaron tanto que acabaron hundiéndose. Otras fueron destruidas por las baterías inglesas. Pronto fue evidente que con las que quedaban sería imposible evacuar a todos los marineros. Además, algunos capitanes habían sido demasiado diligentes y habían incendiado sus naves antes de que su tripulación fuera rescatada. A los marineros que seguían a bordo nos les quedó más remedio que saltar al agua para huir del fuego. Muchos perecieron ahogados en las aguas de la bahía, aunque hubo un buen número que fue rescatado por los propios ingleses, que habían enviado varias barcas a inspeccionar las baterías y volvieron cargados de marineros españoles.

Ese fue el fin de los intentos franco-españoles de tomar el Peñón. Aunque el asedio continuó los días siguientes no hubo ningún otro intento de lanzar un ataque a gran escala. La puntilla fue la llegada a la bahía, esquivando a los barcos franceses y españoles, de una flota inglesa al mando del almirante lord Howe. A partir de ahí fueron desapareciendo gradualmente los barcos y soldados franco-españoles hasta que en febrero de 1783 se levantó el asedio.

Así acabó la más seria o, al menos, más prologada acción española para recuperar el istmo de Gibraltar. Unos meses después se firmaría el Tratado de París que consagraba el dominio inglés sobre el peñón, que se convertiría en una fuente de periódicos roces entre España y Gran Bretaña en una situación que ha llegado hasta nuestros días.


Fuentes: El contenido de la entrada sigue la descripción del asedio que realiza John Julius Norwich en El Mediterráneo, un mar de encuentros y conflictos entre civilizaciones. Además, la introducción sobre el origen de la guerra y la importancia del dominio de los mares se basa en Maritime Supremacy and the Opening of Western Mind de Peter Padfield. También puede que se haya colado inadvertidamente algún dato de las páginas sobre el asedio en la Wikipedia española e inglesa (más probable de esta última, que sigue un esquema muy similar al de Norwich). 

Monday, April 30, 2012

Notas sobre la Gran Armada: las expediciones de Drake, el almirante que no quería serlo y por qué los ingleses disparaban más veces

(Entrada publicada originalmente en Un café con Clío.)



Cuando escribía la entrada sobre El fracaso del Gran Designio de Inglaterra me vi obligado a dejar fuera varios apuntes que, aunque interesantes, hubieran alargado aún más una historia ya lo bastante extensa. Veamos ahora como Isabel I suplía su escasa tesorería dando entrada a capital privado en sus expediciones; por qué Felipe II puso al mando de Gran Armada a alguien sin experiencia ni confianza en el éxito de la empresa; o por qué los artilleros españoles apenas podían responder la lluvia de proyectiles ingleses.

Drake ataca Cádiz

1590 or later Marcus Gheeraerts, Sir Francis Drake Buckland Abbey, Devon
Fracis Drake,
por Marcus Gheeraerts
(Wikipedia).
Uno de los problemas que tuvo que solventar la reina Isabel I de Inglaterra al organizar su defensa frente a Felipe II fue la falta de capital. Sus ingresos eran muy inferiores a los españoles y, además, no tenía acceso al abundante flujo de créditos que mantenía en marcha la maquinaria española. Para paliar esta ausencia de liquidez los ingleses recurrieron a expediciones mixtas en las que inversores privados corrían con parte de los gastos a cambio del botín que pudieran obtener.

Una de ellas fue la que comando Francis Drake en forma de ataque preventivo contra la armada que se estaba agrupando en Lisboa. La corona aportó seis buques, y el resto Drake, sus amigos y comerciantes londinenses. El 29 de abril de 1587 la expedición cayó por sorpresa sobre Cádiz, un puerto clave para enviar suministros a la armada y con menos protección que Lisboa. Se capturaron o destruyeron veinticuatro barcos españoles con abundantes provisiones para la armada, y pudo ser todavía peor, toma de la ciudad incluída, de no ser por la la apresurada intervención del duque de Medina Sidonia.

Defense of Cadiz Against the English 1634
Defensa de Cádiz frente a los ingleses, de Francisco de Zurbarán (Wikipedia)


Desde Cádiz la expedición puso rumbo al cabo de San Vicente desde donde impidieron el vital tráfico de pertrechos entre el Mediterráneo y las fuerzas que se reunían en Lisboa. Este bloqueo que, de haberse mantenido, pudo haber puesto en serias dificultades todo el proyecto de la armada, tuvo que ser finalmente levantado al no recibir refuerzos y, sobre todo, por la aparición de la disentería entre las tripulaciones (en aquella época las enfermedades eran una constante que suponían una infranqueable barrera para la duración de las expediciones marítimas). Además algunos barcos mercantes de la flota consideraban que ya habían sacado bastante de la empresa y retornaron a Inglaterra. Finalmente Drake emprendió el regreso, capturando antes un barco portugués con un valioso cargamento que terminó de redondear los beneficios de los expedicionarios.

La empresa resultó ser finalmente un éxito tanto en su vertiente privada, con grandes beneficios para los inversores, como en la militar, ya que, junto con la pérdida de los suministros y barcos, obligó a retrasar un año la partida de la armada.

Menos suerte tuvo un par de años después cuando Drake comandó una flota con la que Isabel I pretendía destruir los barcos supervivientes de la Gran Armada mientras eran reparados. Tras los enormes gastos que había supuesto la defensa de su reino el año anterior, Isabel se vio obligada a recurrir a inversores y aventureros privados para poner en marcha esta Contra Armada. Pero las diferencias entre los participantes, más pendientes de su propio provecho que de los objetivos de la misión, junto a los vientos en contra, convirtieron la expedición en un fracaso extraordinariamente costoso en un momento en que la corona británica tenía los cofres vacíos. Esto  supuso la caída en desgracia de Francis Drake, que fue retirado del mando de las flotas inglesas.

El almirante que no quería serlo

Alonso Pérez de Guzmán
Alfonso Pérez de Guzmán,
VII duque de Medina Sidonia (Wikipedia)

Cuando la Gran Armada partió de Lisboa, a su mando se encontraba  Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia. Se trataba de un noble sin experiencia militar, y que había expresado de manera clara sus dudas tanto sobre sus capacidades como sobre las posibilidades de que la empresa triunfase. ¿Qué razones había entonces para que Felipe II le confiase su proyecto más ambicioso?

El primer elegido por Felipe II había sido Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, que había fallecido de tifus el año anterior mientras supervisaba la creación de la armada en Lisboa. Felipe II pensó que Medina Sidonia podía ser el recambio que necesitaba: había estado implicado en el proyecto desde el comienzo, era tremendamente rico (lo que siempre podía ser una ayuda para engrasar el funcionamiento de la armada), su posición como noble era superior a cualquiera otro destinado a la armada (imprescindible para evitar conflictos en una sociedad tan jerarquizada como la española) y, sobre todo, era un excelente organizador.

El marqués de Santa Cruz podía ser un gran almirante, pero bajo su mando la armada se había convertido en un desastre. Faltaban repuestos y provisiones, y las que había se echaban a perder en los almacenes mientras las tripulaciones enfermaban o desertaban. En estas circunstancias Medina Sidonia hizo valer su talento como organizador y en un año logró convertir el caos que se encontró en una armada lista para la acción.

Historiadores posteriores han echado sobre las vacilaciones de Media Sidonia parte de la culpa del fracaso de la empresa. El duque carecía de experiencia militar, y por dos veces escribió al monarca español poniendo en duda la viabilidad de la empresa. Sin embargo, también hay los que opinan que precisamente la prudencia de Medina Sidonia al emprender el regreso tras la batalla de Gravelinas la que logró salvar una parte importante de la armada. Otro almirante con mayor ardor guerrero podría haber seguido intentándolo en lo que podría haber sido un desastre aún mayor.


Los cañones españoles no estaban hechos para disparar... más de una vez

Los testimonios de los enfrentamientos entre las flotas española e inglesa, especialmente en la batalla de Gravelinas, muestran que la cadencia de fuego de los artilleros españoles era muy inferior a la de sus homólogos ingleses. Son varias las causas que se dan para explicar esto:

Primero que, a pesar de su menor tamaño, la flota inglesa disponía de mayor número de cañones de gran calibre, que eran los que resultaban efectivos en el tipo de combate artillero que se desarrolló entre ambas flotas. Los españoles tenían más piezas pequeñas, inútiles salvo que se llegase al abordaje, algo que los ingleses nunca permitieron.

La falta de cañones era cosa sabida entre los mandos españoles, lo que había provocado una intensa búsqueda durante los preparativos de la armada. Se forzó la producción, lo que dio lugar a que se embarcaran muchas piezas defectuosas, al tiempo que se recorría el imperio buscando cualquier cosa que pudiera emplearse, lo que ocasionó una disparidad de piezas, con calibres incompatibles entre sí, que contribuyó a dificultar la tarea de los artilleros españoles.

A todo esto se unía la filosofía de combate española, basada en el abordaje, en la que los cañones solo tenían tiempo a disparar una vez justo antes de que los barcos quedase trabados y empezase el combate cuerpo a cuerpo. Tras ese único disparo la dotación del cañón debía abandonar la pieza para ocupar sus puestos de abordaje. Frente a esto los artilleros ingleses estaban entrenados en disparar y volver a cargar lo más rápidamente posible.

Además los cañones españoles estaban montado sobre cureñas del mismo tipo que usaban los cañones de sitio, consistentes en dos grandes ruedas que sustentaban una plataforma alargada, tanto que en ocasiones ocupaban toda la anchura del barco. Esto no era muy importante si solo se pretendían disparar una vez, pero complicaba enormemente la operación de recarga frente a unos cañones ingleses montados sobre cureñas más cortas y móviles.

Saturday, April 14, 2012

Achamán, Guayota y las hogueras del infierno

Aquel día Achamán había interrumpido sus quehaceres habituales para sentarse en el Echeide a contemplar el mundo a su alrededor. Las rocas desprendían una agradable calor que contrastaba con la fresca brisa que llegaba del mar. Con un leve movimiento de cabeza Achamán podía ver en la clara mañana las bestias correr por los prados, las aves en el cielo, las estelas de los grandes peces, mientras escuchaba el rumor del viento en los pinos y el crujir de las rocas al calentarse bajo el sol. A su lado un lagarto avanzaba lentamente, la vista puesta en un saltamontes que mordisqueaba una hoja.

Mientras observaba el ondular de la espalda del reptil notó un movimiento sobre él: unos pinzones azules se perseguían en pleno cortejo. Más allá de ellos un águila volvía a su nido sujetando entre sus garras un pez cuyas escamas lanzaban destellos al sol.

Achamán sintió como su pecho se llenaba de alegría ante la belleza desplegada frente a sus ojos. Pero la sonrisa se borró de su rostró al crecer en su interior un pensamiento incómodo: ¿qué sentido tenía toda esa belleza si él era el único capaz de apreciarla?

Fruto de una súbita determinación Achamán se puso en pie, provocando el vuelo del saltamontes y la huida de un lagarto asustado al ver moverse lo que hubiera jurado que era parte de la montaña. Desde el hueco entre dos piedras observó como Achamán caminaba ladera abajo, el rostro serio mientras una idea iba abriéndose paso en su interior.

Unos días después volvió a sentarse en el mismo sitio, de nuevo sonriente mientras observaba a los primeros hombres abrir los ojos y mirar asombrados a su alrededor.



En los violentos fuegos que arden dentro del Echeide desde donde Achamán contemplaba el mundo estaba el hogar de Guayota.  Donde Achamán representaba la vida, Guayota era la muerte, donde la creación, la destrucción. Guayota odiaba las criaturas con las que Achamán había poblado el mundo, y por encima de ellas a su última creación, los hombres.

Sin atreverse a atacarlos directamente por miedo a Achamán, el malvado Guayota tramó un, nunca mejor dicho, oscuro plan. Por medio de engaños atrajo a Magec, que llenaba el mundo de luz desde los cielos, hacia el interior del Echeide donde podía usar todo su poder para apresarlo.

El terror se adueñó del corazón de los hombres al darse cuenta de que había desaparecido el sol. Desesperados acudieron al mismo Achamán pidiendo que intercediera ante ellos. Lleno de ira, el dios se dirigió a la cumbre del Echeide, al gran cráter que daba entrada al reino de Guayota. Bajo él los fuegos se agitaban llamándole por su nombre. En medio de ellos Guayota esperaba, confiado al sentirse en su elemento.

Ausente Magec del cielo para marcar el paso del tiempo, los hombres fueron incapaces de saber cuántos días se prolongó la lucha. Bajo ellos la tierra temblaba incapaz de contener el terrible combate que se desarrollaba en su interior.

Cuando al fin llegó la calma, los hombres salieron de sus refugios y contemplaron como la cima del Echeide empezaba a brillar en la oscuridad. Los más agoreros se lanzaron al suelo anunciando a gritos la llegada de Guayota, que descendería rodeado de fuego para acabar con todas las criaturas vivas.

Pero en lugar de bajar por la ladera, la luz se hizo más fuerte hasta que fueron incapaces de mirarla, y así supieron que era Magec que escapaba. Tras él surgió Achamán, que corrió a cerrar el cráter tras de sí con una gran roca, justo a tiempo para evitar la salida de Guayota.

El dios de los infiernos luchó, empujó y golpeó la roca con todas sus fuerzas, generando tal terremoto que partió la isla donde estaba el Echeide en siete trozos, que ahora conocemos como Islas Canarias. En su montaña más alta, la que hoy llamamos Teide, sigue encerrado Guayota bajo la piedra que puso Achamán, el último cono blanquecino que corona volcán, y que recibe en nombre de Pan de Azúcar.

Desde ese día, cada vez que la tierra temblaba y el brillo del fuego asomaba en la cima del Teide, los antiguos guanches prendías numerosas hogueras por los campos. Unos dicen que para asustar a Guayota. Pero otros, sabiendo que el fuego es su elemento natural, afirman que es para que Guayota se confunda y, pensando que aún continúa en los infiernos, continúe su camino.

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El Teide con el Pan de Azúcar en su cumbre. Fotografía de darksidex.


Malapata sobre una leyenda de la mitología guanche.

Sunday, April 8, 2012

No fueron solo los elementos: el fracaso del Gran Designio de Inglaterra

(Entrada publicada originalmente en Un café con Clío.) 


Portrait of Philip II of Spain by Sofonisba Anguissola - 002b
Retrato de Felipe II
de Sofonisba Anguissola (wikipedia)
"Contra los hombres la envié, no contra los vientos y el mar" es la frase que le atribuye su biógrafo Baltasar Porreño a Felipe II al conocer el fracaso de la que había sido su empresa más ambiciosa. El Gran Designio de Inglaterra era un plan de invasión que involucraba lo mejor de su ejército junto con una gran armada, "la mayor y más poderosa combinación jamás reunida en la Cristiandad", como la describió en una carta llena de preocupación uno de los capitanes ingleses que se enfrentó a ella.

Una jugada arriesgada que, de haber tenido éxito, habría cambiado de manera crítica el equilibro de poder en Europa.




Génesis del proyecto

La década de 1580 había empezado bien para el soberano español. Acaba de unir a su corona la portuguesa con todos sus territorios de ultramar, la amenaza turca en el mediterráneo había desaparecido de momento al estar su atención dirigida hacia sus fronteras orientales, y el tradicional enemigo de España, Francia, se hallaba en plena crisis interna, envuelta en una lucha entre católicos y protestantes. Pero, como si el principio de un cómic de Asterix se tratase, había un pequeño territorio que resistía tenazmente.



1579 Union d'Utrecht-es
Los Países Bajos españoles en 1579. En azul oscuro las zonas controladas por la rebelde Unión de Utrecht (wikipedia)

La guerra con los rebeldes de los Países Bajos duraba ya más de diez años. Diez años de avances y retrocesos que estaban resultado onerosos para la siempre escasa tesorería española. Desde 1577 se hallaba al frente de las tropas españolas Alejandro Farnesio, duque de Palma, uno de los más grandes generales de su tiempo y un experto en la guerra de sitio. Bajo su mando, los endurecidos tercios españoles estaban recuperando terreno poco a poco a los rebeldes, que empezaba a ver peligrar su causa.

Retrato de Isabel I realizado para conmemorar
la victoria sobre la armada española (wikipedia).
Puestos entre la espada y la pared, las Provincias Unidas buscaron ayuda exterior. Primero en Francia y luego, ante la impotencia de dicho país, se pusieron en manos de Inglaterra. No necesitaron mucho para convencer a su reina. Isabel I sabía que una victoria española supondría la irrupción de un vecino muy poderoso y potencialmente hostil al otro lado del canal. Soldados y subsidios empezaron a fluir hacia los rebeldes, al tiempo que realizaba una campaña de acoso marítimo al comercio español con las Indias.

Enfrentado a este nuevo jugador, Felipe tomó la que sería una de las apuestas más arriesgadas de su reinado en un intento de eliminar a Isabel del tablero, lo que sería conocido como el Gran Designio de Inglaterra.


El Gran Designio

Felipe II mandó reunir una gran armada en Lisboa, capaz de superar cualquier otra que los ingleses le opusieran y que debía navegar hacia el canal de la Mancha. Pero no con el fin de invadir Inglaterra, sino para servir de protección a la verdadera fuerza de invasión, formada por los endurecidos veteranos del duque de Parma. Estos cruzarían el canal en lanchas de desembarco para dirigirse luego hacia Londres mientras que la armada avanzaba por el Támesis cubriéndole el flanco.

Si Alejandro Farnesio lograba desembarcar la victoria estaría al alcance de la mano. Los ingleses no disponían de un ejército capaz de hacerle frente, ni de fortificaciones capaces de detenerle. En pocos días podría llegar a Londres para deponer a Isabel y colocar en su lugar a un rey católico favorable o, en el peor de los casos, lograr un acuerdo que garantizase la salida de los ingleses de los Países Bajos, que quedarían solos para enfrentar la siguiente acometida.

En cualquier caso no parece que el objetivo fuese una invasión completa de Inglaterra, una empresa demasiado ambiciosa para las capacidades (y, sobre todo, la tesorería) españolas. Eso sin descartar que el verdadero objetivo no fuese presionar a los ingleses para abandonar los Países Bajos con la amenaza de la invasión, en cuyo caso la armada podría desviarse hacia las costas de las rebeldes Provincias Unidas.


Primeros enfrentamientos

El 30 de mayo de 1588 partía de Lisboa la armada, una tremenda fuerza naval con más de 130, 19.000 soldados y 7.000 marineros al mando de Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia. Frente a él se encontraba Charles Howard, al mando de 105 naves, entre cuyos capitanes se encontraba un ya famoso Francis Drake, curtido en varios enfrentamientos contra los españoles.

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La Gran Armada navegando frente a las costas de Cornualles, cuadro pintado por Nicholas Hilliard, que luchó en la batalla (wikipedia).

Las primeras escaramuzas tuvieron lugar el 31 de julio en las aguas del canal de la Mancha. Se enfrentaban dos maneras de entender la guerra naval. La armada española seguía los principios que habían regido la guerra en el Mediterráneo durante siglos: un breve intercambio de proyectiles como anticipo a un abordaje que dejaba el resultado del combate en manos de las tropas embarcadas.

Frente a ellos los ingleses habían empezado a construir un nuevo tipo de barco más maniobrable, con mayor capacidad artillera y en el que no embarcaban soldados. Sin embargo el miedo a verse abordados por los barcos enemigos repletos de soldados hacía que disparasen sus cañones a demasiada distancia como para que pudiesen causar daño en los masivos cascos españoles.

Esto no era un consuelo para Medina Sidonia, que sentía aumentar su angustia a cada día que pasaba. Nada estaba yendo de acuerdo al plan. El primer paso debería haber sido utilizar su superioridad para destruir la flota enemiga, pero los ingleses habían rechazado los cebos que les había lanzado para llevarlos a un combate de abordaje y seguían hostigándole desde la distancia.

Pero lo que de verdad le quitaba el sueño era la falta de noticias del ejército de Parma. Todo el plan reposaba en la coordinación entre su armada y el ejército de Flandes pero, por más mensajes que enviaba avisando de su llegada, el duque de Parma seguía sin dar señales de vida. La angustia de Medina Sidonia crecía cada día que se acercaba más al final del canal, consciente de que no tenía sentido llegar a las costas de los Países Bajos sin saber la situación de Parma. Finalmente el 6 de agosto se vio obligado a dar a la flota la orden de anclar en las cercanías de Calais mientras esperaba noticias.

Los ingleses no estaban dispuestos a dejarle esperar tranquilo.


La batalla de Gravelinas

Al día siguiente al fin llegaron las tan esperadas noticias de Parma, que solo sirvieron para aumentar el nerviosismo en la armada. No había recibido ninguno de los mensajes hasta hacía solo unos días y, aunque había empezado a embarcar a sus hombres al momento, aún necesitaría unos días más para estar listo.

Unos días más. Medina Sidonia era consciente de lo que eso significaba. Unos días más anclados con la costa francesa a un lado y la armada inglesa al otro. Pero no tenía más alternativas. Los españoles no habían conseguido conquistar ningún puerto de aguas profundas donde resguardarse en los Países Bajos, y sus costas eran demasiado peligrosas, llenas de bancos de arena y corrientes desconocidas para los pilotos españoles. Y si se hacía a la mar y superaba las costas flamencas los vientos podrían hacer imposible la vuelta. No le quedaba más remedio que esperar y prepararse para el previsible ataque inglés.

No se hizo esperar mucho. Esa misma noche los vigías divisaron como iban a su encuentro seis brulotes, los temidos "barcos del infierno" cargados de material inflamable y explosivos. Los españoles estaban preparados para algo así y levaron o cortaron sus anclas dejando pasar las hogueras flotantes sin que causaran daño.

Launch of fireships against the Spanish Armada, de Aert Anthonisz.

A la mañana siguiente el sol iluminó a la escuadra española que se había reagrupado frente a Gravelinas. Los ingleses eran conscientes de que debían vencer a la armada española mientras todavía no había tomado contacto con la fuerza de desembarco. Ellos eran la única barrera que se interponía entre los españoles y su país y estaban dispuestos subir la intensidad de su ataque, poniendo en juego todo lo que habían aprendido en los enfrentamientos de los días anteriores.

Esta vez el almirante Howard ordenó a sus capitanes que acercasen sus naves tanto que estuvieran al alcance de un fusil. Sólo así conseguirían que sus cañones hicieran realmente daño en los masivos cascos españoles.

Durante todo el día se luchó, entre del estruendo de los cañones y los gritos de los heridos, mientras el aire se llenaba de olor a pólvora y el humo de los disparos lo cubría todo, hasta el punto que Medina Sidonia tuvo que subir a uno de los mástiles para poder observar como se desarrollaba el combate.

La armada española mantuvo su formación de media luna, enfrentados a los barcos ingleses que llegaban uno tras otro disparando sus cañones de proa y girando para disparar sus baterías de costado y luego las de popa antes de hacerse a un lado para dejar paso al siguiente barco. Así una y otra vez mientras los cañones españoles, inferiores en potencia, cantidad y pericia de los artilleros se veían incapaces de igualar su potencia de fuego. Los barcos estaban tan cerca que las tripulaciones podían escuchar los gritos de sus enemigos. En el fragor del combate uno de los barcos ingleses llegó a aproximarse tanto que uno de sus marineros saltó a abordar una nave portuguesa mientras que gritaba a sus compañeros que le siguieran. Evidentemente no lo hicieron y el valiente (o loco) fue despedazado.

El combate continuó hasta que los ingleses empezaron a notar la falta de munición. Al retirarse observaron estremecidos como la armada española seguía manteniendo su orden sin que pareciera haber sufrido daños de importancia. A pesar del intenso combate la amenaza parecía seguir tan presente como el primer día.

Routes of the Spanish Armada-es
Ruta de la Gran Armada, llamada luego
Invencible por la propaganda inglesa (wikiepdia).
Y, sin embargo, aunque no serían conscientes de ello hasta pasados unos días, la amenza de la armada española había desaparecido definitivamente. Había entrando en el mar del Norte y el viento en contra los alejaba cada vez más del ejército de Parma, y echando en falta las anclas que habían perdido al esquivar a los burlotes. Sus cascos, aunque enteros, habían sufrido por el cañoneo inglés y empezaban a escasear munición y provisiones. Tras consultar con sus capitanes Medina Sidonia dio la orden de volver a España bordeando Escocia e Irlanda.

En ese momento la armada, aunque castigada por la batalla anterior, conservaba aún toda su fuerza. Pero lo que no habían conseguido los cañones ingleses lo lograrían las tormentas. Durante el duro trayecto de vuelta se unieron los daños recibidos en los cascos con la falta de provisiones, apenas las suficientes para mantener con vida a una tripulaciones en las que se cebó la enfermedad. Agotados y enfermos poco pudieron hacer frente a los temporales que los empujaban contra las costas de Irlanda. Sobre todo los barcos de la escuadra de Levante, que no estaban diseñados para navegar en ese tipo de aguas. Durante el trayecto se hundirían casi un tercio de los barcos españoles, mientras que el hambre y las enfermedades acabaran con la mitad de los tripulantes de las naves supervivientes.


El Gran Designio de Felipe II había fracasado.


Analizando el fracaso

Aunque hubo quien echó en cara a Medina Sidonia su falta de experiencia y valentía, si hubiera que buscar un responsable del fracaso no sería otro que el mismo Felipe II. Desde el primer momento recibió advertencias sobre la dificultad de la empresa. Se sabía de la nueva forma de combatir de los ingleses y de la falta de cañones de gran calibre en la armada española, lo que hacía presagiar, como de hecho ocurrió, que sería prácticamente imposible inutilizar a la flota inglesa.

Además, la falta de puertos adecuados en manos españolas en los Países Bajos, junto con la dificultad de los barcos de la época de navegar en contra del viento fíaba todo el éxito del plan a una coordinación entre la armada y el ejército de invasión casi imposible de conseguir con las comunicaciones de la época.

Incluso de haber existido dicha coordinación, el ejército de Flandes tenía que superar el bloqueo naval al que lo sometían los bandidos del mar de las Provincias Unidas, conocedores del terreno y con barcos de poco calado que podían llegar donde los pesados galeones de la armada no podían siquiera asomarse.

Demasiados condicionantes en contra, que Felipe II rechazaba con la convicción de defender una causa justa y de que Dios se encargaría de velar por ella.

No fueron capaces los ingleses de aprovechar el mal estado en que retornó la armada al norte de España. Se envió una expedición (la contra-armada) al mando de Francis Drake que acabó en fracaso, dando a los españoles el tiempo necesario para reparar sus barcos y retornar al status quo previo a la expedición.

Los grandes beneficiados del fracaso de Gran Desiginio fueron precisamente aquellos que estaban en su origen. El fracaso español hizo que el partido que defendía abrir conversaciones con España en las Provincias Unidas fuera sobrepasado por los que querían continuar la lucha. Al tiempo perdido en preparar la invasión se unió la posterior decisión de Felipe II de trasladar a Parma y sus tropas para intervenir en la guerra civil francesa. Ya nunca volvería a tener la corona española otra oportunidad de retornar a su seno a los rebeldes, lo que acabaría con la definitiva división en dos de los Países Bajos, con unas Provincias Unidas independientes que se convertirían en la gran potencia comercial y marítima en los años por venir.



Entradas relacionadas:

Notas sobre la Gran Armada, donde se desarrollan algunos puntos que, por cuestiones de espacio, se han pasado por encima en esta entrada, como la expedición de Drake a Cádiz, la elección de Medina Sidonia como almirante o por qué la artillería naval inglesa fue tan superior a la española.


Fuentes: 
  • La Gran Armada, de Colin Martin y Geoffrey Parker; y
  • Maritime Supremacy and the Opening of the Western Mind, de Peter Padfield, cuyo primer capítulo, The Spanish Armada, es un estupendo resumen lleno del ritmo que le falta al libro anterior, más completo.

Tuesday, November 2, 2010

El rey, el abad y el cocinero

Érase una vez un rey poderoso y cruel, que vivía en un castillo del que no salía sino para guerrear. Además, sus caprichos no conocían límites.

Un día tuvo el antojo de salir de caza para distraerse y persiguiendo un ciervo de extravió en el bosque. Ya era de noche, cuando a través de los árboles pude ver unas luces hacia las cuales encaminó su caballo.

Era un convento. Pidió asilo. Le dieron de cenar y, en su orgullo, no dijo ni gracias. Los frailes que le servían estaban asustados y temblaban de miedo. Uno de ellos reconoció al rey y fue a avisar al padre abad para que saludase al monarca.

-Tengo noticias de vuestro convento –le dijo el rey-. Sé que dais de comer a muchos pobres de la comarca, pero también me han dicho que vos, padre abad, no sois muy estudioso y esto no convienen al cargo que desempeñáis.

-Señor –contestó temblando el humilde fraile-; procuro cumplir con mi deber lo mejor posible.

-Está bien –dijo el monarca-. Y para convencerme de que desempeñáis bien vuestro cargo os voy a proponer tres preguntas. Si las solucionáis bien ganaréis dos cosas: la primera, que haréis pasar por mentirosos a todos los que os han calumniado y la segunda que os confirmaré en vuestro cargo para toda la vida. Si no acertáis a contestar, lo siento, pero habré de nombrar otro abad.
-Diga vuestra majestad, y haré lo posible por responder.

-La primera pregunta –dijo el rey- es que me digáis cuánto valgo yo; la segunda, que me contestéis dónde está el medio del mundo, y la tercera es que adivinéis qué es lo que pienso yo. Ya para que creáis que  quiero abusar os doy un mes de plazo para pensar en ello.

Se retiró el abad pensativo. Se encerró en la biblioteca y consultó todos los libros de que disponía. Conversó con los monjes más sabios del convento, pero no podía hallar la respuesta adecuada a las tres preguntas.

Tan preocupado estaba el buen padre abad, que empezó a perder el apetito y a desmejorar hasta que todos los frailes del convento comenzaron a preocuparse por él.

También lo notó el cocinero del convento y fue a preguntar al abad qué le tenía tan preocupado. Y éste le contó las tres preguntas que le había hecho el rey.

-No os preocupéis, padre abad –dijo el cocinero-. Me afeitaré la barba, me pondré vuestras ropas y como me parezco bastante a vos, iré a palacio en vuestro lugar.

Aceptó el abad y cuando se cumplió el mes, marchó el cocinero al castillo.

-¿Estáis dispuesto a contestar mis preguntas? –le dijo el monarca.

-Sí –contestó el cocinero muy tranquilo.

-Empezad pues.

-A la primera pregunta de cuánto vale vuestra majestad, os diré que veintinueve dineros, porque Jesucristo fue vendido por treinta. Por muy alto que sea vuestro valor, espero que no pretenderéis alcanzar igual o mayor precio que Nuestro Señor.

-Siga, padre abad –dijo el rey-, que me agrada la respuesta.

-La segunda pregunta que hizo vuestra majestad fue que dónde estaba el medio del mundo. A esto os contestaré que está donde vuestra majestad tiene los pies, pues como el mundo es tal que una bola, donde se pone el pie es el medio de él, cosa que no se puede negar.

-Veamos la tercera respuesta –dijo el monarca.

-Majestad; la tercera pregunta que tuvisteis a bien plantear era averiguar lo que vuestra majestad piensa. A esto he de contestar que vuestra majestad está pensando que en estos momentos habla con el padre abad del monasterio y sepa que está hablando con el cocinero.

-¿Es eso cierto? –dijo asombrado el monarca.

-Sí, señor, que yo soy el cocinero, que para semejantes preguntas era yo suficiente y no había necesidad de dirigirse al padre abad.

Y el rey, al ver la osadía y viveza del cocinero, no sólo confirmó al abad en su cargo para el resto de sus días, sino que hizo infinitos regalos al propio cocinero y a toda la comunidad del convento, con los que los buenos frailes pudieron obsequiar a los muchos pobres que atendían.

FIN

El cuento anterior es una adaptación de una obra de Juan de Timoneda, escritor valenciano del S. XVI, que descubrí en un libro de cuentos infantiles. Posteriormente he vuelto a encontrármela en Tradiciones y Leyendas Sevillanas, de José María de Mena, ambientada en el S. XIV con pequeñas variaciones. 

En esta ocasión el rey es Pedro I de Castilla, y el abad es el prior del convento de San Francisco de Sevilla. El rey está molesto porque el prior abandona el convento al ser requerido, por su gran sabiduría, para predicar en otras ciudades. Para probar si de verdad es tan sabio le somete a las tres preguntas del cuento. Cuando descubre que el que le ha contestado es el cocinero, el rey le recompensa, matando dos pájaros de un tiro, nombrándole nuevo prior de San Francisco.

Monday, September 6, 2010

Itimad

Invisible tu persona a mis ojos, está presente en mi corazón.
Te envío mi adiós, con la fuerza de la pasión, con lágrimas de pena, con insomnio.
Indomable soy, tú me dominas y encuentras la tarea fácil.
Mi deseo es estar contigo siempre. ¡Ojalá pudieras concederme ese deseo!
Asegúrame que el juramento que nos une no se romperá con la lejanía.
Dentro de los pliegues de ese poema, escondí tu dulce nombre, Itimad.
El Reino de Sevilla fue una de las taifas más importantes de la España musulmana del S. XI. Uno de sus reyes fue Al-Mutamid, que reunió a su alrededor una corte de literatos y poetas, en la que se valoraba especialmente la habilidad para improvisar versos.

Según cuenta la leyenda, cierto día Al-Mutamid paseaba con su amigo y antiguo tutor Abenamar junto al Guadalquivir. Atardece, y el sol se refleja sobre el río. El rey se siente inspirado y lanza un verso, desafiando a su amigo a terminarlo:
El viento teje lorigas en las aguas
Abenamar reflexiona, pero antes de que sea capaz de contestar llega hasta ellos una voz femenina:
¡Qué coraza si se helaran!
Al girarse comprueban sorprendidos que el verso proceden de una joven esclava que se dirige con su borrico de vuelta a Triana.  El rey queda prendado de la belleza e ingenio de la joven, de nombre Romaiquía, y la lleva consigo a palacio. Poco después, ante el asombro de la corte, se casa con ella, adoptando la nueva reina el nombre de Itimad.

A pesar de su humilde origen, Itimad se integra fácilmente en la corte sevillana. Ambos reyes se profesaron siempre un profundo amor, intercambiándose versos apasionados como el que encabeza esta entrada. No hubo deseo de su esposa que Al-Mutamid no se apresurara a complacer, hasta el punto en que sus súbditos acabaron manifestando su descontento.

La leyenda nos cuenta como una vez Al-Mutamid encontró a Itimad triste y melancólica. La razon: a pesar de tenerlo todo en palacio, la antigua esclava echaba de menos cuando pisaba el lodo con sus compañeras para fabricar ladrillos. Según cuenta D. Juan Manuel en el Libro de los ejemplos del Conde Lucanor y de Patronio:
"El rey, para complacerla, mandó llenar de agua de rosas un gran lago que hay en Córdoba; luego ordenó que lo vaciaran de tierra y llenaran de azúcar, canela, espliego, clavo, almizcle, ámbar y algalia, y de cuantas especias desprenden buenos olores. Por último, mandó arrancar la paja, con la que hacen los adobes, y plantar allí caña de azúcar. Cuando el lago estuvo lleno de estas cosas y el lodo era lo que podéis imaginar, dijo el rey a su esposa que se descalzase y que pisara aquel lodo e hiciese con él cuantos adobes gustara."
En otra ocasión en que la reina volvió a mostrar su tristeza, al preguntarle el rey Itimad se quejó de que, por muchas que fueran su riquezas, no podría nunca gozar de la contemplación de un paisaje nevado. Al-Mutamid quedó rumiando aquello, pues no había en su reino lugar donde la reina pudiese ver la nieve. 

Pasa el tiempo. Buscando distraer a su esposa de su melancolía Al-Mutamid la lleva a visitar los palacios de  Córdoba. Una mañana Itimad despierta contemplando desde su ventana un paisaje blanco. Llena de alegría corre a buscar a su esposo para anunciarle la nevada. Al-Mutamid se sienta con ella a contemplar la vista. Sonríe; ha hecho traer de la vega de Málaga más de un millón de almendros para plantarlos en la sierra cordobesa que acaban de florecer.

Fuentes:

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Wednesday, July 14, 2010

Los zapatos de hierro (cuento de hadas español)

Pues señor, érase una vez un joven cordobés, llamado Luis, que se encontró una noche en una posada con un caballero desconocido que se hacía llamar el Marqués del Sol.

Pusiéronse a jugar a cartas y el forastero ganó sin cesar, mientras que Luis, ansioso de tomar el desquite, perdía onza a onza toda su fortuna. Empezó perdiendo el dinero, luego se jugó el caballo y lo perdió; a continuación su espada y la perdió.

Finalmente, desesperado, dijo:

- ¡Ya no me queda más que mi alma! ¡Me la juego!

Y la perdió también.

Levantóse el forastero para marcharse y el joven, recobrando el buen sentido y dándose cuenta de su locura, exclamó:

- Caballero, me ha ganado usted mi espada, mi caballo y mi fortuna... Son suyas las tres cosas; consérvelas y que le duren mucho, pero devuélvame mi alma.

- Se la devolveré, - replicó el otro - cuando haya gastado usted este par de zapatos.

Y el Marqués del Sol, entregando a Luis un par de zapatos de hierro, se marchó, llevándose su alma.

A partir de aquel día, Luis se sentía extraordinariamente desgraciado. Ni experimentaba alegría, ni tristeza; todo le era indiferente. Por fin, se calzó los zapatos de hierro y se dispuso a recobrar su alma. Un amigo le prestó algún dinero y nuestro joven jugador emprendió la marcha. Desgraciadamente no sabía qué rumbo seguir, pues no sabía del Marqués del Sol más que este título, que podía ser falso.

Anduvo días, semanas, meses, años, sin encontrar a nadie que pudiera decirle dónde vivía el misterioso Marqués del Sol. Recorrió toda España, desde Córdoba a Barcelona y desde Murcia a Santiago. Y los zapatos de hierro se iban desgastando poco a poco.

Una noche que llegó a un pueblo desconocido vio muchas personas que gritaban y gesticulaban ante una pequeña posada. Preguntó el motivo de aquel alboroto y el posadero le respondió:

- Se trata, señor, de que un viajero que me debía más de ocho días de estancia ha muerto de repente. Como había contraído algunas deudas en el pueblo, sus acreedores están disputando como locos, pues su equipaje no vale ni tres reales. ¿Qué haré yo ahora con el cadáver? No soy lo bastante rico para pagar el ataúd y el entierro de un forastero, que ojalá hubiese ido a terminar sus días en otra parte.

Luis entregó su bolsa al posadero y le dijo:

- Pague usted con eso las deudas de este desgraciado y con lo que quede, que le hagan un buen entierro, a fin de que su alma pueda descansar en paz.

- Que Dios se lo pague, señor - respondió el posadero. - Puede usted estar seguro de que todo se hará como usted ha dispuesto.

Luis no comió aquel día, porque había dado al posadero hasta el último céntimo que poseía. Continuó su camino y no tardó en darse cuenta de que uno de los zapatos de hierro acababa de romperse.

Llegada la noche, un caballero, jinete en un soberbio caballo negro, y envuelto en luenga capa, apareció de repente ante el viajero.

- Luis - dijo el desconocido, - soy el alma del forastero cuyas deudas y sepelio has pagado hoy. Has liberado mi alma y quiero pagarte el favor que me has hecho. Continúa andando hasta que encuentres un río; entonces, escóndete entre los sauces que crecen a sus orillas y aguarda. Aparecerán tres pájaros blancos que dejarán caer sus mantos de plumas y se convertirán en tres preciosas doncellas. Apodérate entonces del manto de una de ellas y no se lo devuelvas hasta que te diga lo que deseas saber.

Desapareció el caballero en la noche.

Luis no había querido dirigir la palabra a aquella alma en pena, pero se dispuso a seguir su consejo y anduvo tanto y tan a prisa, que llegó antes del alba a orillas del río anunciado. En aquel instante se le rompió el segundo zapato, pero el joven, agotado de fatiga, ni siquiera pensó en alegrarse, sino que se escondió, entre los sauces y se quedó dormido.

Cuando despertó, el sol naciente empurpuraba el río y en el cielo rosado tres enormes pájaros blancos volaban pausadamente. Aproximáronse poco a poco al río donde nuestro héroe se hallaba escondido y vinieron a posarse tan cerca de él que sintió el viento de sus alas. Casi al mismo tiempo las tres aves dejaron caer sus plumas y se convirtieron en tres doncellas de peregrina hermosura, que se lanzaron al agua entre gritos y risas, y se alejaron nadando. El joven salió entonces de su escondrijo y se apoderó de una de las capas de plumas.

En aquel momento, las tres nadadoras lo vieron y vinieron apresuradamente hacia la orilla; pero Luis ya se había escondido de nuevo. Dos de las muchachas se convirtieron precipitadamente en aves y salieron volando más que deprisa, pero la tercera, sentada en la arena, lloraba amargamente.

Salió Luis, por segunda vez de su escondrijo y ella, al ver que él tenía en las manos su manto de plumas, suplicó llorosa:

- Señor, devuélvame eso. Sin el manto no podría volver al castillo de mi padre.

- Te lo devolveré, bella ninfa, si me dices dónde se halla el Marqués del Sol.

- Que Dios no permita que lo encuentre usted jamás en su camino, caballero. En cuanto a mí, me está prohibido revelar su morada.

- Entonces no te devolveré el manto.

- Señor, el Marqués del Sol es mi padre y nos ha hecho jurar a todas que jamás le traicionaremos.

Luis reflexionó un instante y dijo:

- Está bien. Permíteme entonces que te siga y te devolveré tus plumas. De este modo, tú no habrás faltado a tu juramento, ya que sólo prometiste no revelar su domicilio... Así, toda la responsabilidad será mía.

Consintió la muchacha y cuando Luis le devolvió las plumas, se trocó de nuevo en ave y empezó a volar lentamente, de modo que el joven pudo seguirla con facilidad.

Tardaron todo un día en llegar a un castillo cuyos formidables muros se elevaban al pie de una montaña enorme. En aquel momento desapareció de repente la blanca ave y Luis se encontró solo ante la entrada de la fortaleza.

Entró y, cuando, en medio de un patio de colosales dimensiones, titubeaba sobre el camino a seguir, vio venir hacia él a su compañero de juego de otro tiempo.

- ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? - preguntóle el Marqués del Sol.

- He venido andando; los zapatos de hierro ya los he gastado y vengo a pedirle que me devuelva mi alma.

- Se la daré mañana - respondió el hechicero, pues habéis de saber que el Marqués de mi cuento no era otra cosa. - Esta noche repose usted, que estará bastante fatigado del viaje.

Al día siguiente, Luis recordó a su anfitrión la promesa que le había hecho.

- No puedo devolverle su alma hasta tanto que no haya aplanado esta montaña que me oculta la luz del día.

Luis salió del castillo. La montaña era tan alta que mil hombres, en mil años, habrían estado trabajando noche y día sin conseguir nivelarla con el suelo. El joven, descorazonado, se dejó caer bajo las ramas de una encina y ocultó el rostro entre las manos para llorar.

Una hormiguita trepó por su cuerpo y le dio un picotazo en un puño. Ya se disponía Luis a aplastarla, cuando ella le dijo:

- No me mates. Soy la que te ha conducido hasta aquí. Me llamo Blancaflor. No te muevas. No digas nada; te ayudaré. Duerme, que yo te prometo que, cuando despiertes, lo que ahora crees un imposible se habrá realizado.

Durmióse Luis. Cuando despertó ya no había ni montaña ni trazas de ella; el suelo estaba tan liso como la palma de la mano. Entonces fue corriendo al castillo y dijo al hechicero:

- Ya he gastado los zapatos de hierro he aplanado la montaña. ¿Me devolverá ahora mi alma?

- Hoy, no; váyase a descansar. Mañana le daré trabajo.

Al día siguiente el hechicero le entregó un cesto enorme lleno de semillas de árboles.

- Siembre esto y tráiganos para desayunar los frutos que haya dado.

Luis tomó el cesto y se dirigió al lugar que ocupaba antes la montaña.

- Jamás podré hacer crecer árboles y madurar sus frutos en tres horas -pensaba con desaliento.

Pero un pajarito, posado en un zarzal, empezó a cantar:

- Soy Blancaflor; te ayudo y te vigilo. Dame ese cesto y duerme tranquilo.

Cuando se despertó, el cesto, vacío, estaba a su lado; y en los árboles recién brotados maduraban sabrosísimos frutos. Luis cogió dátiles y melocotones, manzanas, granadas, uvas e higos, hasta llenar el cesto, que llevó al Marqués del Sol.

- ¿Me devolverá ahora mi alma? - le dijo.

- Se la devolveré si me trae mi anillo de oro, que está en el fondo del río.

Fuése el pobre joven a sentarse a orillas de la corriente y exclamó:

- ¿Cómo podré encontrar un anillo de oro en el fondo de estas aguas amarillentas?

En aquel momento apareció, en la superficie del líquido elemento la cabecita de un pececillo plateado, que dijo:

- Soy Blancaflor, Luis. Cógeme, córtame en tantos trozos como puedas v guárdalos con cuidado, pero echa mi sangre en el río. Entonces verás al anillo flotando sobre la espuma y te será fácil cogerlo. Luego colocarás cada uno de mis trozos en su lugar, cuidando de no olvidar ninguno.

Sacó el joven su cuchillo de monte, cogió al pececillo y lo hizo cuarenta y tres pedazos. A continuación echó su sangre al agua, que se agitó, se hinchó y arrojó el anillo sobre la orilla. Luis recogió el anillo y se apresuró a recomponer el pececillo, uniendo los cuarenta y tres trozos, pero temía tanto equivocarse que, en su ansiedad, dejó caer uno de los pedacitos.

- Eres poco mañoso - dijo el pez, volviendo a la vida. - Por tu culpa, tu amiguita Blancaflor tendrá en lo sucesivo el meñique de la mano izquierda más corto que el de la derecha.

Desapareció el pez en el río, mientras que Luis llevaba la sortija al Marqués del Sol.

- He gastado los zapatos de hierro - le dijo - he aplanado la montaña, he hecho madurar los frutos de árboles que habían sido plantados tres horas antes y he encontrado su anillo de oro. ¿Me devolverá ahora mi alma?

- Te la devolveré enseguida - respondió el hechicero - y te regalaré también uno de mis mejores caballos. Lo encontrarás en la cuadra, ensillado y embridado, listo para conducirte a Córdoba en cuanto lo desees.

Luis, cuando se quedó solo, vio acercarse un pequeño ratoncito gris.

- Soy Blancaflor - dijo. - Ten cuidado. Mi padre quiere matarte, pues el caballo que has de montar no es otro que él mismo e intentara tirarte a tierra y patearte. Cálzate las espuelas, ármate de un látigo que encontrarás colgado en la pared de la cuadra y no dudes en utilizar ambas cosas hasta que el caballo, domado, te pida misericordia.

Obedeció Luis. Cuando llegó a la cuadra vio un espléndido caballo negro inmóvil junto a un pesebre. Lo asió por la crin y saltó a la silla, después de haberse colocado las espuelas y apoderado del látigo que colgaba de la pared.

Salieron al patio. El bruto empezó a dar corcovas y saltos de carnero, bajando la cabeza y levantando a un tiempo las patas posteriores, con ánimo de derribar al jinete. Pero nuestro héroe no se dejó desmontar y golpeó al animal con todas sus fuerzas, a tiempo que clavaba ferozmente las espuelas en sus ijares, por donde no tardó en correr la sangre.

- ¡Detente, detente! - relinchó el caballo. - ¡Soy el Marqués del Sol!

- ¡Dame mi alma, traidor, o te mato a latigazos!

- La tendrás, pero déjame.

Apeóse Luis del caballo y el Marqués, adoptando la forma humana le condujo a una cámara sin ventanas, donde brillaban, como otras tantas llamitas, encerradas en sendos frascos de vidrio transparente, las almas de sus víctimas. Devolvió a Luis la suya y en el mismo instante el joven experimentó tanta alegría que deseó vivamente compartirla con alguien.

Bajó al jardín y encontró el cielo más azul, las flores más olorosas y abigarradas; anheló volver a ver a Blancaflor exactamente igual que se le había aparecido a orillas del río y quiso darle las gracias por haberle salvado de los lazos que le había tendido el hechicero. En la impaciencia que sentía por encontrarse en presencia de la muchacha Luis comprendió que al recuperar su alma se había enamorado de Blancaflor.

Inclinóse para coger una rosa.

- ¿A cuál de las tres hermanas elegirías para esposa? - preguntóle la flor.

- ¿A quién había de elegir, linda flor? Pues a la que me ha conducido hasta aquí y me ha estado ayudando desde el primer día.

- Escúchame, entonces... Para que mis hermanas no tengan celos de mí y mi padre no sospeche nada de lo ocurrido, solicita hacer tu elección sin vernos.

- ¿Y cómo he de reconocer a la que adoro con toda mi alma?

- Recuerda que Blancaflor, por tu culpa, perdió la punta del meñique izquierdo.

Luis se presentó al Marqués del Sol y le dijo:

- Me marcho, pero quiero solicitar de usted un favor.

- ¿Cuál?

- Que me conceda la mano de una de sus hijas

- ¿De cuál de ellas?

- No importa. No conozco a ninguna. Sin embargo, para no ofender a las otras, quiero dejar todo a la suerte. Que se alineen sus hijas detrás de una cortina. Cada una de ellas hará un agujerito en la tela y pasará a través de la abertura el dedo meñique; así escogeré la que ha de ser mi esposa, sin haberle visto el rostro.

Accedió a ello el hechicero. Las tres jóvenes, a las que se oía charlar y reír detrás de la cortina, hicieron, tres agujeritos en la tela y asomaron los dedos meñiques. Luis reconoció sin trabajo el dedo de Blancaflor, menguado por su culpa, y pudo elegir a la que amaba con todo su corazón.

Las otras hijas del hechicero, celosas de su hermana menor, fueron a contar a su padre que un día Blancaflor había perdido su manto de plumas y había prestado ayuda a Luis en contra suya. Blancaflor las oyó y resolvió emprender la fuga.

- Huyamos - dijo a su prometido. - Mi padre querrá castigarme y vengarse de ti. Corre a la cuadra, toma un caballo, blanco muy viejo que verás atado a un pesebre y vente deprisa a reunirte conmigo a la puerta exterior del castillo.

Luis corrió a la cuadra y vio un caballo blanco, tan viejo y flaco, que inspiraba compasión, por lo que, como había allí otros caballos, eligió el que le pareció más fuerte y vigoroso y abandonó a toda prisa el castillo maldito.

Su novia le esperaba. Había preparado dos saquitos que colgó, de la silla del noble bruto; en uno había oro, en el otro iba encerrado su manto de plumas blancas.

- ¡Desgraciado! - exclamó al ver el caballo.

- ¿Qué ocurre? - inquirió él sobresaltado.

- Que no has hecho caso de mi consejo y estamos perdidos. El caballo blanco es un animal embrujado que corre más a prisa que la luz. Partamos, sin embargo; disponemos todavía de algunas horas, pues he dejado en mi habitación una camisa que responderá por mí, si a mi padre se le ocurre ir a buscarme.

Emprendieron el galope. Blancaflor dijo en el camino a Luis que era preciso que llegaran cuanto antes al lejano río, donde terminaba el poder mágico de su padre. Allí los fugitivos estarían a salvo de todo peligro.

El marqués del Sol había oído el galope del caballo negro y creyó, que Luis huía solo. Para asegurarse de que Blancaflor estaba todavía en el castillo subió a la habitación de su hija.

- ¿Estás ahí, Blancaflor? - preguntó, aplicando el oído a la cerradura de la puerta.

- ¡Aquí estoy, papá! - respondió la camisa encantada.

El hechicero se tranquilizó, pero a poco llegaron también sus hermanas.

- ¿Estás ahí, Blancaflor? - preguntaron.

- Sí, aquí estoy - respondió la camisa.

- ¡Abre la puerta!

Nadie respondió. Las muchachas fueron a buscar un manojo de llaves y consiguieron abrir la puerta. Blancaflor no estaba en su alcoba; pero vieron extendida en el lecho la camisa encantada.

- ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! - gritaron.

- ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! - contestó la mágica prenda.

Furiosas al ver que habían sido engañadas, las hijas del hechicero fueron corriendo a decir a su padre que Blancaflor se había fugado con el joven.

- ¡Que me ensillen inmediatamente el caballo blanco - rugió el hechicero. - ¡No tardaré en alcanzar a esos miserables!

Por los campos incultos y los bosques de olivos, Luis y Blancaflor, jinetes en su caballo, devoraban los kilómetros uno tras otro. La muchacha, inquieta, volvía frecuentemente la cabeza. No tardó en percibir a lo lejos una nube de polvo.

- ¡Por allí viene mi padre! ¡A prisa, Luis! ¡A prisa!

Pero el caballo no podía acelerar la velocidad, mientras que el caballo blanco del hechicero daba saltos fantásticos. Cuando se encontraba a pocos pasos de los fugitivos, Blancaflor se quitó una peineta de los cabellos y la arrojó al suelo, diciendo:

- ¡Conviértete en montaña!

Y la peineta se transformó en una montaña tan alta que ocultaba el sol. Luis, esperanzado al ver aquel prodigio, dejó descansar a su caballo, que jadeaba estertóreamente.

Pero Blancaflor velaba por la seguridad de ambos.

- ¡Démonos prisa! - exclamó. - Mi padre nos alcanza... ¡Le oigo!

El Marqués del Sol había franqueado la montaña. Su caballo blanco ganaba terreno a ojos vistas. La muchacha arrojó entonces al suelo su velo gris y gritó:

- ¡Conviértete en nube y ocúltanos! Inmediatamente una nube espesa ocultó a los fugitivos de la vista del hechicero, pero no tardó el viento en dispersarla y prosiguió la persecución.

El río estaba lejos todavía. Al atravesar un bosque, el caballo negro tropezó y cayó al suelo. Luis y Blancaflor habían saltado de la silla, pero cuando levantaron al caballo vieron que apenas podía sostenerse. La joven murmuró algunas palabras; en el acto el caballo se convirtió en un nogal y los fugitivos en nueces verdes. Sucedió todo oportunamente, pues el hechicero pasaba un segundo más tarde muy cerca del árbol a pleno galope. Poco después, volvía sobre sus pasos, dándose cuenta de que había perdido la pista de los fugitivos.

Estos, cuando lo vieron bastante lejos, recobraron su forma natural y continuaron la huida a pie. Ya se hallaban muy cerca del río cuando oyeron de nuevo, el galope formidable del caballo blanco, tan cerca de ellos, que la muchacha no tuvo tiempo esta vez de recurrir a sus artes mágicas.

Espantada, se vio perdida, así como su novio, y lloró. Sus lágrimas se convirtieron en un río que creció y creció, entendiéndose entre ellos y el hechicero, que se habría ahogado si el caballo blanco, apoyando las patas delanteras en el suelo, no se hubiese detenido en seco arrojándolo por encima de las orejas.

- ¡Te escapas de mis manos, maldita! - rugió colérico - ¡Pero las artes mágicas que te enseñé y el poder que te conferí no te servirán de nada en lo sucesivo! Desde ahora en adelante serás una mujer como las demás y tu novio se olvidará de ti en cuanto bese a otra persona.

- ¡Oh, Luis! - exclamó, Blancaflor - ¡Por seguirte he abandonado a mi padre, a mis hermanas, al castillo donde tan feliz vivía y la omnipotencia de mis artes mágicas! ¿Me olvidarás, como ha predicho mi padre?

Luis, por toda respuesta, le dio un beso.

Cuando hubieron llegado a poca distancia del pueblo, tuvieron que detenerse agotados por la fatiga. Luis, con gran trabajo, condujo a la joven a un bosque de olivos y le dijo que descansara mientras él iba a buscar un caballo a Córdoba.

- No tardaré - añadió.

Dos horas más tarde, el joven se hallaba en Córdoba y se dirigió a un hotel donde sabía que encontraría caballos. Una anciana que le vio pasar, gritó, alborozada:

- ¡Santo Dios! ¡Si es Luisito!

Se arrojó al cuello del joven y le besó efusivamente en las mejillas. Luis recordó con placer en aquella anciana a una antigua criada que había tenido muchos años en su casa. Besola a su vez y le pidió noticias de sus familiares.

- ¡Todos están bien! ¡Todos están bien! ¿Y tú, hijo mío? Todas te dábamospor muerto; es decir, todos no; yo sabía que volverías tarde o temprano, pues le había ofrecido un cirio a San Antonio si volvía a verte... ¡Y me ha hecho caso! ¿A dónde te dirigías con tanta prisa, muchacho?

- ¿A dónde iba? Pues, no lo sé.

- ¿Te burlas? ¿Vas a decirme también que no sabes de dónde vienes?

- ¿De dónde vengo? Pues tampoco lo sé.

- Está bien... Está bien... No me lo digas, si no quieres... Estoy demasiado contenta de volver a verte para enfadarme por tus bromas.

Luis fue a pasearse por la ciudad. Encontró a muchos de sus antiguos amigos y se enteró de que un tío suyo, extraordinariamente rico, había fallecido durante su ausencia, nombrándole heredero universal. Entró en posesión de su inesperada fortuna y empezó a hacer la misma vida de siempre.

La maldición del hechicero se había realizado. Luis había olvidado a Blancaflor.

Ya hacía un año que estaba Luis de regreso cuando encontró en un rincón de la casa un paquetito que se acordó de haber dejado allí el día en que volvió a Córdoba rendido de fatiga. Deshizo el paquete y apareció ante sus ojos un maravilloso tejido de plumas blancas, ligeras y suaves como las de un pájaro.

- ¿Dónde he visto yo antes este manto? - exclamó contemplándolo con aire pensativo.

De repente recordó todo y empezó a gritar como un loco:

- ¡Los pájaros! ¡El hechicero! ¡Blancaflor! ¡Mi alma! ¡Mil millones de maldiciones! ¡Olvidé a mi prometida a dos horas de camino de aquí!

Al oír sus gritos acudió la anciana criada.

- ¡Lárgate de aquí, vieja bruja! - rugió el joven. - ¡Todo esto ha sucedido por culpa tuya!

Y salió corriendo, mientras que la vieja, que no salía de su asombro, contaba a los vecinos curiosos que su amo había perdido el juicio.

Volvió Luis por la noche, y viéndolo más tranquilo, la anciana doméstica le preguntó la causa de su cólera, cosa que él le refirió con todo detalle.

- ¿No era más que eso? - exclamó la vieja. - ¡Bah, una muchacha guapa se encuentra siempre! ¡Además, ten la seguridad de que no te guardará rencor por haber besado a una pobre vieja como yo! Dame dos reales... Voy a poner una vela a San Antonio... Ahora bien, como quiera que hay que ayudar al Cielo, vete corriendo al Alcázar Viejo, busca la callejuela de los Angeles y en la callejuela de los Angeles, la casa de la tía Mariposa. Allí vive desde hace algunos meses una gitana que sabe casi tanto como los santos... No hace mucho que está en Córdoba y ya ha hecho treinta y seis milagros... Visítala... Tal vez ella pueda ayudarte.

Luis se encogió de hombros; pero obedeció la sugerencia de la vieja. Entre las callejuelas angostas y oscuras que bordeaban el viejo palacio, encontró al fin lo que buscaba: una casita miserable, pero bien blanqueada con cal y que tenía en su única ventana un tiesto, con claveles rojos.

El joven entró en aquella casa tenebrosa y no vio nada ni a nadie.

- ¿Qué buscas aquí? - preguntóle de repente una voz.

- Busco lo que he perdido - contestó él.

- ¿Y qué es lo que has perdido?

- Una mujer.

- ¿Deseas mucho volver a verla?

- Daría la vida por ella.

- ¿Por qué la abandonaste, entonces?

- Porque se realizó la maldición de su padre.

Los ojos de Luis, acostumbrándose poco a poco a la oscuridad, miraban a la gitana asombrados... ¡La gitana no era otra que Blancaflor! Entre risas y llantos la muchacha le contó cómo había llegado a la ciudad al verse abandonada, pero esperando siempre la vuelta de su bien amado. Luis condujo a Blancaflor a su casa, donde fueron recibidos con gritos de alborozo por la anciana sirvienta.

- ¡Ya sabía yo que San Antonio atendería mi plegaria - exclamaba, llena de emoción.

Casóse Luis con la hija del Marqués del Sol y la muchacha no volvió a echar de menos su vida anterior, faltándole tiempo para ocuparse de otra cosa que no fuese su hogar y su marido.

Y la felicidad reinó en aquella casa, sirviendo a Blancaflor su magnífico manto de plumas para abrigar a un precioso querubín con que el Cielo bendijo su matrimonio con Luis.

Y colorín colorado, por la ventana se va al tejado.

Anónimo