En una entrada anterior ya comentamos como los cruzados se concentraron en 1202 en Venecia, con la que había acordado el uso de su flota, antes de partir hacia Egipto. Pero el número de alistados fue menor del esperado y no lograron reunir el dinero prometido a los venecianos. Desesperados, y ante la amenaza de ver cortados sus suministros, aceptaron la propuesta veneciana de suspender parte del pago a cambio de ayudarles a conquistar la estratégica ciudad de Zara, en manos del rey de Hungría. La toma de Zara supuso el uso de un ejército cruzado contra un rey cristiano, lo que les valió la excomunión del Papa, que luego se restringió sólo a los venecianos. Pero eso era sólo un esbozo de que este ejército de Dios sería capaz de hacer.
El Dogo de Venecia en ese momento era Enrico Dandolo. Había sido elegido con setenta años y era prácticamente ciego, pero aún así contaba con una gran energía y había decidido acompañar a la expedición. La historia de su ceguera se relaciona con un episodio no muy claro en sus tiempos de embajador en Constantinopla, que le había provocado un serio resentimiento hacia los bizantinos. Dandolo convenció a los cruzados de pasar el invierno en Zara, mientras buscaba la manera de desviarlos de su objetivo. Venecia había firmado hacía poco un acuerdo comercial con Egipto y no tenía ningún interés en atacar a su socio.
La solución le vino en bandeja cuando apareció en el campamento Alexius IV, hijo del anterior emperador bizantino y sobrino del actual, que había alcanzado el poder tras derrocar y encarcelar a su hermano. Alexius IV había logrado escapar de prisión, y tras un periplo por Europa acabó en Zara ofreciendo a los cruzados el oro y el moro a cambio de ayudarle a derrocar a su tío. Sin embargo, el precio que tendrían que pagar él y su país por esta ayuda sería mayor del que Alexius podía imaginar.
Ésta era la oportunidad que Dandolo esperaba. Por un lado alejaba a los cruzados de Egipto, dándole además la oportunidad de dar rienda suelta a su resentimiento contra los bizantinos. Pero no nos confundamos, Dandolo era ante todo veneciano y, por ello, un hombre práctico. Ésta era una ocasión sin igual para la Serenísima República de colocar a un emperador afín en el trono de Constantinopla, que cada vez prestaba más atención a sus rivales de Génova y Pisa.
No fue difícil convencer a los cruzados. Aunque hubo quien rechazó la idea y prefirió marchar por su cuenta a Tierra Santa, para la mayoría de sus líderes esto suponía la posibilidad de verse recompensados con tierras en la rica Bizancio, algo mucho más interesante que los pobres y peligrosos feudos a los que podían aspirar en Palestina. Además podían tranquilizar sus conciencias asumiendo que un gobierno afín en Constantinopla era una garantía para futuras cruzadas.
Para el soldado medio la aventura también resultaba atractiva: los bizantinos eran vistos como malos cristianos que no admitían la autoridad del Papa y se les culpaba, falsamente, de obstaculizar las cruzadas. Además Constantinopla era en aquel entonces la ciudad más rica de occidente, y eso sólo significaba una cosa para el soldado raso, fuese cruzado o no: la promesa de un gran botín.
El asalto combinado de las fuerzas cruzadas y venecianas, dónde el ciego Dandolo se distinguió con especiales muestras de valor, logró su objetivo. Pero una vez en el trono, Alexius IV se enfrentó al descontento que causaba entre sus súbditos la presencia de los cruzados y, aún más grave, se dio cuenta que era incapaz de cumplir todas las promesas que había hecho a cambio de su ayuda.
Tras varios enfrentamientos entre los cruzados y la población local, uno de los cuales acabó con el incendio de varios barrios de Constantinopla, la situación explotó. Los bizantinos derrocaron a Alexius IV y eligieron a un emperador dispuesto a plantarle cara a los extranjeros. Esto dio lugar a un segundo asalto de la ciudad que desembocó en uno de los momentos más trágicos de la historia de las cruzadas.
Después de tomar la ciudad los soldados fueron dejados a los tres acostumbrados días de pillaje. Estos soldados de Dios no respetaron ni monasterios ni conventos, donde se dieron las mismas imágenes de asesinatos, violaciones y robos que en el resto de la ciudad. Los relatos de la crudeza del saqueo conmovieron a muchos contemporáneos a pesar del poco amor que se sentía en Europa por los bizantinos.
Y no sólo se perdieron vidas humanas. Constantinopla era el último vínculo que quedaba con la antigüedad clásica, la depositaria de una tradición de más de un milenio. No se sabe cuántas obras de arte y escritos desaparecieron en el saqueo, pero para la cultura occidental supuso una pérdida al nivel del incendio de la biblioteca de Alejandría. Sólo los venecianos, prácticos ellos, se preocuparon de salvar parte de los tesoros de la ciudad para embellecer la suya. Aún hoy se exponen en la Catedral de San Marcos los caballos de bronce que presidían la entrada al hipódromo de Constantinopla.
Bizancio nunca se recuperó de ese golpe. La civilización que había florecido durante casi un milenio haciendo de puente entre Europa, Asia y África quedó tan debilitada que, aunque con el tiempo lograra expulsar a los invasores latinos, no pudo aguantar el empuje de la nueva potencia emergente: los turcos. Es posible que, de no haber sido por la Cuarta Cruzada, Bizancio hubiera podido continuar haciendo de muro defensivo de Europa y quien sabe si logrado integrar en su cultura a los turcos. Nunca se sabrá. A modo de justicia poética, fueron precisamente los venecianos uno de los más perjudicados ante la ascensión de los turcos, que arrebataron a la república el dominio del mediterráneo junto con todas las posesiones que había conseguido a costa de los bizantinos.
Fuentes: A History of Venice, de John Julius Norwich.
A History of the Crusades, de Steven Runciman.
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