La última noche del año es una celebración muy emotiva en casa de las familias robot. Aunque cada vez menos frecuente, siempre existe la posibilidad de que la actualización anual de firmware borre los archivos de memoria de alguno de sus miembros.
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Monday, December 31, 2012
Tuesday, December 18, 2012
Los frailes "zombies"
No puedo resistirme a traeros este párrafo que he encontrado hacia el final de La conquista de México de Hugh Thomas. Trata sobre impresión que causaron los primeros frailes mendicantes que llegaron al país tras la conquista, a partir de 1523.
"Los frailes impresionaron especialmente a los tarascos. Los asombraba que vistieran de modo tan diferente de los otros castellanos, y por un tiempo supusieron que eran muertos y que sus hábitos eran mortajas. Imaginaban que, al acostarse, de noche, se convertían en esqueletos, que descendían al otro mundo, donde encontraban a mujeres. También suponían que el agual bendita servía para adivinar el futuro."
Saturday, December 8, 2012
La ciudad de la desorganización y el mal gobierno
Escondidas entre las páginas más solemnes de la Historia a veces se encuentran anécdotas que nos muestran que tanto no hemos cambiado y que, al fin y al cabo, en todas partes cuecen habas. ¿O sería mejor decir en todo tiempo? Hoy os traigo de una de mis favoritas, que acaeció en Sevilla allá por el siglo XV. Aunque en los hechos principales me mantenga fiel a la historia, tal y como la conocí en Tradiciones y leyendas sevillanas de José María de Mena, me he permitido añadir diálogos y personajes para reforzar la parte bufa de un hecho ya de por sí poco serio.
Y si queréis leerla más tranquilamente en vuestro libro electrónico, aquí podréis encontrar una versión en epub y mobi.
Y si queréis leerla más tranquilamente en vuestro libro electrónico, aquí podréis encontrar una versión en epub y mobi.
Todo comienza con una fuga y un rumor: el prisionero había conseguido salir de la ciudad. Sus partidarios habían fingido un entierro, esquivado a los alguaciles de la Santa Hermandad que guardaban las puertas dentro del ataúd. Pero de ser así todavía era posible rastrearlo: la única salida para los cortejos fúnebres era la Puerta Osario, llamada así por ser de donde partía el camino hacia el cementerio. Y desde que se recordaba en Puerta Osario había un escribano encargado de tomar nota de todo entierro que saliese de la ciudad, llevándose unas monedas en el proceso (¿o es que pensáis que las tasas son un invento tan reciente?). Bastaba comprobar los registros y ver que todos se correspondían con personas realmente fallecidas. Y si no era así ya se encargarían los de la Santa Hermandad de arreglar ese pequeño detalle. Después de hacerle confesar donde estaba su compinche, claro está.
En seguida partió un capitán de la Hermandad hacia el ayuntamiento a requerir el registro de los entierros.
—¿El qué?
—El registro de los entierros.
—¿De los entierros ha dicho?
—Sí, el registro de los entierros.
—Perdona, pero no entiendo...
—¡El del escribano que toma nota en la Puerta Osario, me cago en...!
—Vale, vale. ¿Están seguros de que eso es aquí?... Un momento, no hace falta ponerse así, voy a preguntar... ¡Illo! ¿Tú sabes algo de un registro de los entierros? ¡Sí, de los entierros! ¡El del escribano de Puerta Osario!... Mire, aquí no tenemos nada de eso, pero siendo cosa de cobros para mí que eso lo debe llevar el regidor de Arbitrios.
Así que fueron en busca del regidor, suponemos que entre quejas de "y para esto me he pasado yo la mañana haciendo cola" o sus equivalentes de la época.
—¿El escribano de la Puerta Osario? Sí, sí, sé cuál es, lleva allí toda la vida. Pero eso no es cosa nuestra... Sí, sí que es raro, siendo un tributo... A no ser que por estar en la muralla sea cosa del Alguacil Mayor, claro.
Resoplando, el capitán llevó a sus hombres en busca del alguacil.
—No, para nosotros no trabaja... Sí, ya sé que está en la muralla, pero también tienen ustedes guardias en la muralla y no es cosa mía lo que hagan, ¿no?... ¿Que en el ayuntamiento dicen que no saben nada? Pues lo único que se me ocurre es que sea cosa de la Iglesia, ¿han preguntado en el cabildo?
Y en el cabildo:
—¿Del ayuntamiento les han mandado? ¿Para el registro de los entierros?... Sí, sí, ya sé que hay un escribano en Puerta Osario, pero no sé eso qué tiene que ver con nosotros. Seguro. Lo mejor es que vuelvan ustedes al ayuntamiento y hablen directamente con... ¡Oiga, vigile su lenguaje que estamos en la casa del Señor!
Y otra vez en la calle con las manos vacías (y varias avemarías de penitencia).
—¿A dónde vamos ahora, jefe? ¿Volvemos al ayuntamiento?
—¡Al ayuntamiento mis cojones! Veniros tos pacá, que por mis muertos que esto lo arreglo yo hoy.
Y ganándose un lugar en el infierno a base de juramentos y blasfemias, llevó a su cuadrilla directos a la Puerta Osario. Antes de que el escribano fuera consciente de lo que le venía encima estaba recorriendo Sevilla en volandas, en medio de un ataque de nervios sin que nadie se dignara informarle por qué lo habían prendido o dónde lo llevaban. El capitán se limitaba a murmurar maldiciones mientras se abría paso a empujones por las callejuelas, y los soldados bastante tenían con mantener el paso de su jefe mientras cargaban con prisionero, al que este silencio no hacía más que aumentar su inquietud. Como era de familia musulmana, pensó que la única explicación era que la autoridad hubiera decidido librarse de los últimos moros que quedaban de Sevilla. Así que no se le ocurrió otra cosa que demostrar su apego a la fe cristiana rezando a voz en grito. Pronto se congregó tras la comitiva una multitud de niños y gente ociosa, atraídos por el espectáculo de una comitiva de la Hermandad llevando a lo que parecía un predicador loco. Algunos incluso se persignaban a su paso, preguntándose si no estarían ante algún tipo de celebración religiosa a la que tan aficionados eran en la ciudad.
Todo esto no hacía más que aumentar el enfado del capitán de la Hermandad. Enfado que creció aún más al cruzarse con un mensajero enviado a averiguar por qué se retrasaba tanto en lo que se suponía una tarea rutinaria. Cuando al fin se cerró tras de sí la puerta de la casa de la Hermandad no pudo evitar soltar un suspiro de alivio. Poco le duró.
—¡A buenas horas, Beltrán, ya pensaba que te habías fugado tú también!
El capitán bajó la cabeza sin atreverse a decir nada. El procurador nunca se había distinguido por su paciencia, y todo este asunto de la fuga no había hecho mucho para mejorar mal humor.
—¿Habéis encontrado algo?
—No señor.
—¿Y se puede saber en qué coño has echado el día entonces? ¿Dónde está la lista de los muertos?
—Pues verá, señor —si tenía que llegar, mejor que fuera cuanto antes—, no está.
—¿Cómo que no está? ¿Dónde la has dejado?
—No, señor, que no está, que no hay.
El procurador guardaba silencio mientras le miraba fijamente. Beltrán le había visto hacer eso muchas veces, estirar el silencio esperando que el interrogado se pusiera nervioso y empezase a hablar para llenar el vacío. Y, maldita sea, funcionaba.
—En el ayuntamiento dicen que no saben nada, que ellos no tienen a nadie puesto en la puerta, que eso era cosa del alguacil, que me ha dicho que él tampoco sabía nada, que fuera al cabildo, que debía ser cosa de la Iglesia. Pero allí me han dicho que ellos tampoco se encargaban, que lo suyo acababa después del sacramento.... Y he mandado dos hombres al cementerio a preguntar si el registro era cosa suya y me dicen que no tienen ni idea, que a lo mejor era cosa...
El procurador le interrumpió. Evidentemente había mandado al menos apropiado a realizar la misión. Inconscientemente empezó a girar el anillo de su mano izquierda, un tic que sus subordinados habían aprendido a temer. Se volvió hacia el hombrecito postrado de rodillas en el centro de la sala, que no había dejado de recitar el padre nuestro desde que el capitán lo había dejado allí.
—¿Y este?
—Es el escribano, señor. Como nadie sabía para quién trabajaba pensé que a lo mejor usted quería hablar con él, ya sabe, directamente.
El procurador asintió, en un gesto que el capitán interpretó, bastante generosamente, como de aprobación. Al menos había dejado de fijarse en él.
—A ver, tú, ¿cómo te llamas?
El pobre diablo se quedó mirando al procurador, interrumpido en medio de un "mas líbranos del mal".
—¡Responde! —le espetó el capitán.
El procurador le detuvo con un gesto antes de que pudiera abofetear al detenido. Al fin y al cabo, por lo que él sabía podía estar a sueldo de la Iglesia, y ya tenía bastantes problemas con el obispo como para que encima le acusase de golpear a uno de sus hombres. El capitán retrocedió con cierto disgusto. Realmente le hubiera venido bien soltar un par de buenas ostias para liberarse de la tensión del día.
—Alonso, señor —respondió el hombrecillo sin dejar de mirar de reojo al capitán.
—Bien, Alonso —dijo el procurador, impostando una voz amable, —aquí nuestro amigo Beltrán dice que no ha sido capaz de averiguar si tu oficio está a cargo del ayuntamiento o de la Iglesia. ¿Tú qué tienes que decir?
El pobre hombre sintió como se le abría el mundo bajo sus pies. El ayuntamiento y la Iglesia juntos a por él. Temblando de miedo soltó la respuesta habitual en estos casos:
—¡Es mentira, señor! ¡Se lo juro, todo mentira!
—Tranquilízate Alonso, aquí nadie te está acusando de nada, sólo queremos saber tu filiación.
El escribano le miró parpadeando, sin atreverse a responder. Seguro que eso de la filiación tenía truco. Vete tú a saber si no se trataba de algún rito herético.
—Lo que quiero es saber tu adscripción —silencio—. ¡Que con quién trabajas, coño! —le espetó mientras se preguntaba qué le podría haber hecho el bruto de Beltrán a aquel pobre hombre para que estuviera tan asustado.
—Trabajo solo, señor. Tomo nota y cobro yo solo, no hay nadie que me ayude. Yo espero que mi hijo pronto pueda...
El procurador miraba al escribano viendo como se desvanecían sus esperanzas de acabar bien un día que, por otra parte, ya había ido bastante mal. Sin ser consciente empezó a girar de nuevo su anillo, provocando miradas de preocupación en los soldados que estaban en la habitación. Volvió a intentarlo:
—Me refiero que quién te paga.
—Los familiares de los muertos, señor —respondió el escribano, como si fuera la cosa más evidente del mundo.
El capitán notó como el resto de los soldados se envaraban y quedaban totalmente rígidos. Si ese loco quería despertar la furia del procurador lo mejor era intentar pasar lo más desapercibido posible.
—Ya —el procurador soltó aire lentamente. Por un momento consideró olvidarse del fugado y hacerle pagar a ese imbécil el tiempo que le estaba haciendo perder. Probó a bajar a un nivel más básico—. Pero el dinero que te pagan, ¿a quién se lo das?
—A mi esposa, señor —respondió Alonso, sin tener muy claro el cariz que estaba tomando el interrogatorio, ni por qué aquel señor importante, que no dejaba de jugar con su anillo, metía a su esposa en el asunto.
—¿Todo?
—Sí, claro... —de repente el escribano puso los ojos en blanco. Maldita mujer, cómo se le había ocurrido denunciarle. Todo porque le había reñido por estar todo el día en casa de su hermana— ¡No, es verdad! ¡A veces le digo que hay poco trabajo y me gasto una parte en la taberna jugando a las cartas! ¡Pero yo no sabía que estaba mal, señor! ¡Por favor, no me corte la mano, la necesito para trabajar!
El procurador hizo un gesto y Beltrán corrió a interrumpir los grititos del escribano con una bofetada. En efecto, le había ayudado a liberar la tensión. Ahora si pudera tomarse un vino en una taberna del puerto todavía se podría salvar el día.
Había sido necesario, se dijo el procurador para sí, y no creía que una simple bofetada fuera a suponer ningún problema con el obispo. Bien, otra vez desde el principio
—A ver, Alonso, vamos a empezar de nuevo —el escribano asintió entre sollozos—. Tú eres el encargado de tomar nota de los entierros que pasan por la puerta, ¿verdad? —vuelta a asentir—. Y ahora dime, ¿quién te puso ahí?
Hubo un breve momento de silencio, solo interrumpido por el sonar de mocos que realizó el escribano antes de contestar en un susurro.
—Mi padre, señor.
El capitán soltó un suspiro y se giró esperando la orden. Pero para su sorpresa el procurador estaba sonriendo. En su cabeza al fin estaba claro el asunto: era el hijo tonto de algún prohombre puesto ahí para que se ganara el pan. Ahora solo había que tirar del hilo.
—¿Y quién es tu padre, Alonso?
—Era el escribano que tomaba nota de los entierros que pasaban por la puerta antes que yo —y malinterpretando el fruncimiento de ceño de su interrogador añadió corriendo—. Señor.
El escribano miró a su alrededor, inquieto por el silencio que había seguido a su repuesta. El anillo giraba y giraba.
—A él le cedió el sitio su padre. Mi abuelo —apostilló. Pero seguían mirándole sin decir nada, así que, nervioso, decidió ir un poco más lejos en sus explicaciones—. El fue el primero, ¿saben? Hace cincuenta años. El que tuvo la idea de poner la mesa para cobrar a los entierros.
Con cierto alivio comprobó como desaparecía la expresión de enfado de la cara de su captor, sustituida por lo que parecía sorpresa. ¿O era incredulidad?
—¿Me estás diciendo que no trabajas ni para el ayuntamiento, ni para la Iglesia, ni para la madre que —y aquí siguió una retaíla de juramentos que el escribano recibió sin entender muy bien a qué venía ese súbito paso de hablar de su abuelo a llamar todas esas cosas feas a su madre—...? ¿Que lleváis cincuenta años cobrando por vuestra —nueva colección de insultos— cara a todo entierro que pasa por la puerta?
—Bueno, yo no lo diría así —repuso el escribano, que súbitamente se sentía muy ofendido por la actitud del procurador, que no solo se había metido con su madre sino que se atrevía a dudar de su honradez—. Yo me gano el pan como todo el mundo. ¡Estoy en la puerta antes que nadie y no me voy hasta que la cierran! Y nunca he dejado de apuntar ningún entierro aunque lloviese o hiciera calor. Y la gente...
Pero el procurador no le dejó terminar la frase. Alzándose hizo un gesto hacia el capitán:
—¡Beltrán, llévate a este ladrón de aquí y me lo pones a buen recaudo! ¡Y luego te vas a su casa y me traes todos los papeles que veas! Será hijo de...
Se quedó mirando al escribano hasta que cerraron la puerta tras él. Desde fuera aún pudo escucharlo gritando que él era un trabajador como el que más, y muy honrado, hasta que sus gritos cesaron bruscamente, supuso que por obra y gracia de la palma de la mano de Beltrán. Se dejo caer de nuevo en la silla. Por la ventana veía como se iban apagándose las luces del día. Vaya día perdido, y vaya... Un pinchazo en la mano interrumpió sus pensamientos. Tenía el dedo del anillo en carne viva.
Podríamos decir que este fue el final de una empresa familiar que no pudo llegar a buen puerto por las trabas burocráticas, o que se trató de uno de los primeros ejemplos de externalizar un servicio antes incluso de que el servicio existiera. Lo único cierto es que a la historia aún le quedaba una coda.
Tras tres o cuatro meses en prisión, este emprendedor sevillano puso tierra de por medio, sin duda con el objetivo de exportar su startup a otra ciudad que supiera apreciarla. Pero antes quiso dejar una muestra de su indignación a modo de despedida. Aprovechando un descuido, colgó sobre una de las puertas de la ciudad una pancarta que decía: "Caminante: llegas a la ciudad de la desorganización y el mal gobierno".
Podría aventurarse que la pancarta no duraría mucho tiempo, pero no fue así. Porque cómo iban los guardias a quitar algo de la muralla cuando su función era la de guardar la puerta. A lo mejor hasta podían ofender al verdadero responsable por excederse en sus funciones. Pero ¿quién era el responsable? Porque si las murallas se consideraban parte de la cuidad, entonces debía ser retirada por ayuntamiento. Pero al mismo tiempo las murallas no dejaban de ser una construcción defensiva, por lo que cabía la posibilidad de que se tratase de un asunto militar. O del Alguacil Mayor, que al fin y al cabo era quien guardaba las llaves de las puertas. Aunque en realidad quienes abrían y cerraban las puertas eran los alguaciles del Común. Y eso sin tener en cuenta que el cartel podía considerarse un delito de desacato, en cuyo caso entraba dentro de la jurisdicción del Justicia Real.
Total, que entre unas cosas y otras el mensaje estuvo saludando a todos los que llegaba a la ciudad durante una semana mientras se resolvía el conflicto de competencias. Y todavía habría que agradecer que no acabase convirtiéndose en parte del patrimonio de la ciudad, quien sabe si hasta acabar formando parte de su escudo.
Volviendo la vista atrás uno solo puede agradecer que se tratase de una anécdota de un lejano pasado. Afortunadamente estas cosas ya no pasan hoy en día.
Sunday, October 28, 2012
Kathleen, leyenda irlandesa (con una segunda interpretación)
Una muchacha de Innis-Sark tenía un joven y agradable novio que falleció en un desgraciado accidente, dejándola llena de tristeza.
Un atardecer, mientras lloraba desconsolada a un lado del camino, se acercó a ella una dama completamente vestida de blanco, que le tocó la mejilla diciéndole:
—No llores, Kathleen, tu amado está bien. Mira a través de esta guirnalda de hojas y lo verás. Está en buena compañía, y lleva una corona dorada en la cabeza y un fajín escarlata en la cintura.
Así que Kathleen cogió la guirnalda y miró a través de ella. En efecto, allí estaba su amado en medio de un gran grupo que bailaba sobre una colina. Estaba pálido, pero más bello que nunca, con la corona dorada ciñéndole la cabeza, como si le hubieran hecho príncipe.
—Aquí —dijo la dama—, tengo una guirnalda mayor. Tómala, y cada vez que quieras ver a tu amado arranca una hoja y quémala. Se levantará una gran humareda y caerás en trance. Mientras estés en él tu amado te llevará a su lado a la colina de las hadas, donde podrás bailar con él toda la noche sobre la hierba. Pero no reces ni te persignes mientras esté brotando el humo o perderás a tu amado para siempre.
Desde ese momento se obró un gran cambio en Kathleen. Dejó de rezar y de asistir a misa, y ya nunca se persignaba. Pero cada noche se encerraba en su cuarto y quemaba una hoja de la guirnalda. Cuando surgía el humo caía en un profundo sopor. En esos momentos, aunque su cuerpo estuviera tendido en la cama, en realidad ella estaba lejos, en la colina de las hadas bailando junto a su amor. Era muy feliz en su nueva vida, y quería saber nada de curas, rezos o misas. En sus viajes ahora también estaban todos sus conocidos que habían muerto, que le daban la bienvenida ofreciéndole vino en pequeñas copas de cristal, pidiéndole que volviese pronto y se quedarse con ellos y su amado para siempre.
La madre de Kathleen era una buena mujer, honrada y piadosa, que se preocupó mucho del cambio de humor de su hija. Sospechando que había sido encantada por las hadas empezó a vigilarla. Una noche en la que Kathleen, como era habitual, se encerró en su cuarto, su madre se acercó sin hacer ruido y espió por una grieta de la puerta. Vio como Kathleen tomaba la guirnalda de su escondite, arrojaba una hoja al fuego y se levantaba una gran humareda, cayendo su hija sobre la cama en un profundo trance.
La mujer no pudo guardar silencio por más tiempo, pues había reconocido la obra del diablo. Cayó de rodillas y rezó en voz alta:
—¡María, madre, aleja los malos espíritus de esta niña!
E irrumpió en la habitación haciendo el signo de la cruz sobre la muchacha dormida, que inmediatamente se incorporó gritando:
—¡Madre! ¡Madre! ¡Los muertos vienen por mí! ¡Están aquí! ¡Están aquí!
Su cuerpo se agitaba con fuertes sacudidas. La pobre madre mandó a buscar al cura, que roció a la joven con agua bendita mientras rezaba por ella. Luego tomó la guirnalda de su lado y la maldijo. Instantáneamente las hierbas se convirtieron en polvo y cayeron al suelo formando un montón de cenizas. En ese instante Kathleen se tranquilizó, y pareció que los espíritus malignos la abandonaban. Pero estaba demasiado débil como para moverse, hablar o rezar. Y esa noche, antes de que el reloj diera las doce, falleció.
FIN
Leyenda de las islas occidentales de irlanda recopilada por Lady Jane Wilde Speranza (1821-1896). Traducción propia. Podéis ver descargar el original en inglés aquí.
Si habéis llegado hasta aquí quizá os estéis preguntando por la segunda interpretación a la que hace referencia el título. Pensad en lo que acabáis de leer: una leyenda de hadas y encantamientos, ¿verdad?
Eso pensé yo la primera vez. Pero tras pensar un poco en ella se me ocurrió otra interpretación de la historia: una joven en plena depresión por la pérdida de su novio se dedica a inhalar el humo de unas hierbas que le hacen tener alucinaciones. Llega un momento en que lo más importante para ella es su viaje de todas las noches y empieza a abandonar sus hábitos normales (no ira a misa en aquella época era algo serio, la gota que colmaba el vaso). Su madre se preocupa el día que la sorprende en un mal viaje y quema su reserva. Por supuesto, y para que la historia sea lo bastante ejemplarizante, la pobre muchacha acaba muriendo.
Esto no deja de ser una interpretación sin ninguna base, pero no me extrañaría que lo que pasó a la historia como una leyenda de espíritus no tuviera también su lado ejemplificador en un primer momento. Un cuentecito para disuadir a las jóvenes de jugar con ciertas hierbas.
Así que ya sabéis, niños y niñas, no aceptéis guirnaldas de desconocidos.
Sunday, October 14, 2012
Descarga el ebook de "El último truco de Loki"
Cuando el dios de la luz Baldr empieza a tener pesadillas con su muerte la preocupación cae sobre Asgard. Hasta que Frigg, esposa de Odín, encuentra la solución perfecta: hacer jurar a toda la creación que no dañará a su hijo. Problema resuelto. O eso pensaban. No contaban con las tretas del dios del engaño Loki, que ponen en marcha una serie de acontecimientos que acabarían decidiendo su propio destino.
Acompañad a los dioses a través de fiestas, crímenes, viajes al infierno, venganzas y situaciones absurdas que acaban llenando de momentos de humor una de las mayores tragedias de la mitología nórdica.
Haz click sobre el icono correspondiente para descargar El último truco de Loki en formato epub o pdf (tamaño adaptado para lectores electrónicos).
El último truco de Loki es una reescritura con notas de humor de una de las leyendas claves de la mitología nórdica. También es un proyecto que desde el primer momento decidió no comportarse como se esperaba de él. Yo tenía desde hace tiempo una imagen en la cabeza procedente una antigua lectura: una fiesta en la que un grupo de dioses borrachos se divertían lanzando todo tipo de objetos y armas a uno de ellos, que no dejaba de reírse e incitarles a continuar.
Mi idea original era contar la historia de esa fiesta y el papel que había jugado en ella el taimado dios Loki. Pero conforme me fui documentando sobre el mito me di cuenta de que la historia de la fiesta quedaba incompleta sin contar el posterior viaje de Herrod al inframundo. Eso significaba hacer una entrada muy larga o partirla en dos, que fue lo que decidí. Y ahí entró en juego el humor (negro) que impregna muchas leyendas nórdicas. Porque cómo iba a contar el viaje de Herrod sin narrar la ceremonia en la que se encontraba mientras el resto de los dioses y como esta derivaba hacia el absurdo. Eso ya hacía tres entradas.
Bueno, una trilogía, eso siempre está de moda, pensé. Iluso. Porque eso significaría dejar fuera de la mayor parte de la narración precisamente el personaje que le había dado título. Mientras escribía (y leía) iba cayendo sin remedio rendido al encanto del dios embaucador. Y así dejó de ser una historia sobre el mito de Baldr para convertirse realmente en la narración de cómo Loki sellaba su destino en un último desafío a los dioses. Lo que iba ser una entrada, que en realidad eran dos pero se convirtieron en tres, acabaron siendo cuatro.
Y cada una más larga que la anterior: conforme escribía iba cogiéndole más cariño a los dioses nórdicos y sus andanzas, lo que se iba traduciendo en más detalles y más oportunidades donde deslizar alguna situación cómica y, como consecuencia, un mayor tiempo de espera entre entrada y entrada. Así surgió la idea de juntarlas todas en un archivo para facilitar su lectura, que podéis descargar en los iconos que están al principio de esta entrada.
Leedlo, disfrutadlo y, si os ha gustado, compartidlo (y dejadme algún comentario).
Thursday, October 11, 2012
El último truco de Loki IV: El destino de Loki
Fimafeng se permitió un breve momento de descanso, el primero que se tomaba aquella noche, probablemente el primero en toda la semana. El esfuerzo había valido la pena; a su alrededor se desarrollaba la mejor celebración que habían visto nunca los salones de Aegir, dios del mar. Una lástima que no fuera a vivir para verla acabar.
Por supuesto Fimafeng no era en absoluto consciente de la cercanía de su muerte. De haberlo sospechado es posible que hubiera elegido estos últimos momentos para reunirse con sus seres más queridos, quizás recorrer los lugares de su juventud, o más probablemente esconderse debajo de su cama con la luz apagada intentando no hacer ningún ruido. O, tal vez, sabedor de la inmutabilidad de nuestro destino, habría querido esperar a la muerte haciendo justamente lo que le ocupaba en ese momento: rellenar las jarras de los dioses que se divertían a su alrededor mientras se preocupaba de que aquella fuera una fiesta realmente memorable
Eso es algo que nunca sabremos, porque ni él ni ninguno de los invitados eran conscientes de los acontecimientos que, irónicamente, iban precisamente a convertir esa noche en algo imposible de olvidar. Esa ignorancia era la que permitía que Fimafeng fuese de un lado a otro con una sonrisa de suficiencia que, más ironía, tanto estaba contribuyendo a que se acercase su final.
Realmente no le faltaban motivos para estar satisfecho. Era la primera vez que los dioses se reunían tras el funeral de Baldr. Su señor Aegir había pensado que una gran cena podía ser una ayuda para dejar atrás la tristeza por la pérdida del dios de la luz. Parecía estar funcionando, y gran parte del mérito era suyo.
Aegir y sus hijas preparando cerveza, por C. Hansen (Wikipedia). |
Loki no estaba en absoluto de humor para felicitar a nadie. Mucho menos a esa cucaracha pretenciosa que se paseaba entre los dioses como si fuera uno de ellos. De haber estado ahí Thor haría tiempo que se habría percatado de las señales que advertían de la tormenta y, en nombre de las aventuras que habían corrido juntos, muy probablemente habría sido capaz de desactivarla antes de que fuese demasiado tarde.
Pero Thor se encontraba en esos momentos viajando por Oriente, y el resto de los dioses no eran conscientes del aumento del mal humor de Loki. Simplemente habían dejado de prestarle atención.
Lejos habían quedado sus días de triunfo tras salir indemne del asesinato de Baldr. Días en que había tenido que contenerse para no estallar en carcajadas cada vez que veía a Odín y a todos los demás que se creían tan importantes andar cabizbajos sin ser conscientes de que había sido él el responsable de su desgracia. Aún así no había podio evitar mostrarse más arrogante e hiriente que de costumbre, lo que le había alejado aún más del resto de habitantes de Asgard. Esto estaba teniendo su reflejo más acusado durante la cena en los salones de Aegir, cuando Loki había tenido que sufrir los corteses pero evidentes desplantes del resto de invitados.
Así ocurrió cuando en mitad de una charla con Bragi, dios de la poesía, este aprovechó que Fimafeng pasaba junto a ellos para dejarle de lado con la excusa de felicitar al sirviente por la original decoración. Si Fimafeng hubiera mirado en ese momento a los ojos de Loki probablemente se lo hubiera pensado dos veces antes de hacer la locura que momentos después acabaría costándole la vida (o tal vez no, si nos remitimos al comentario sobre la inevitabilidad del destino que hemos hecho antes).
Este desplante fue la gota que desbordó el mal humor de Loki. Buscando donde desfogar su ira se volvió hacia la pared más cercana y empezó a arrancar las planchas de oro que aquel estúpido sirviente había colocado frente a las teas. El dios del fuego no permitiría que un gusano con ínfulas cubriese las llamas solo para pavonearse en medio de aquella reunión de petrimetres. Las láminas cedían con facilidad desvelando las antorchas que brillaron con más fuerza, respondiendo la ira de su señor. Loki sintió el calor en su rostro. Notó con placer como a su espalda se hacía el silencio. Agarró una nueva plancha consciente de ser el centro de atención. Él les enseñaría que el fuego no puede dejarse de lado. Sonrió antes de dar el tirón, y en ese momento notó como una mano agarraba su brazo.
—Por favor, señor, deténgase —Finafeng había saltado como un resorte al ver como destruían su creación.
Loki giró sobre sí mismo mientras todos los fuegos de la sala doblaban su intensidad. Agarró al infeliz del cuello cortando sus protestas:
—Tú te atreves a darme órdenes, basura infecta. ¡Te atreves a darme órdenes a mí!
El resto de dioses se lanzaron a detenerle, pero cuando llegaron junto a ellos Fimafeng ya no era más que un peso muerto en las manos de Loki. A una orden de Odín varios de los invitados agarraron al dios del fuego y lo sacaron fuera de la sala. Loki no se resistió. Su furia se había calmado y se contentó con lanzar algunos insultos mientras lo arrojaban al exterior. Imbéciles. Que se quedasen con su cena y sus pomposos criados. Lanzando una última maldición se alejó caminando altivo.
La normalidad no tardó en volver al gran salón. Pocos lamentaron la muerte de Fimafeng; al fin y al cabo no era más que un sirviente y Loki no dejaba de ser uno de los suyos. Más allá del asesinato se le culpaba de haber estropeado la noche cometiendo una gran falta de cortesía hacia su anfitrión. Se habló de su mal carácter y hubo quien dijo en voz alta lo que muchos pensaban: que al menos el incidente había servido para librarse de él.
Los pocos resquemores que quedaban desaparecieron cuando Aegir los invitó a sentarse y los criados empezaron a traer las grandes bandejas llenas de comida. La llegada de nuevos barriles de la cerveza levantó gritos de alegría seguidos de varios brindis cada vez más subidos de tono.
Bragi, puesto en pie, improvisó unos versos en los que declaraba el placer de soborear la cerveza que preparaban las hijas de Aegir, sin que quedara totalmente claro si el placer se lo proporcionaba la bebida o las propias hijas. Mientras declamaba movía su jarra a un lado y otro derramando el dorado líquido entre carcajadas generalizadas, de manera que nadie fue consciente de la discusión que se desarrollaba al otro lado de la puerta hasta que esta no se abrió violentamente.
Loki saludó a los aturdidos comensales:
—¿Por qué este silencio? Continuad, por favor —recorrió con sus ojos la mesa de un extremo a otro, sin rehuir ninguna mirada ni mostrar emoción alguna. Luego dijo, sin dirigirse a nadie en concreto, dijo con afectación fingida:
—¿No hay ningún sitio para mí?
La pregunta quedó flotando en el aire en medio de un incómodo silencio.
—Márchate, no eres bienvenido aquí.
El que hablaba era Bragi. Su voz, y el golpe de su jarra contra la mesa, pilló desprevenidos a varios de los invitados que no pudieron evitar dar un respingo. Todos esperaron la reacción de Loki. A pesar de estar solo era uno de los dioses más antiguos y poderosos, y Bragi no pudo evitar notar con cierto temor como sus vecinos de mesa se apartaban ligeramente de él.
Pero Loki, lejos del estallido de furia que todos esperaban, se giró hacia Odín y, sin perder la calma, le increpó:
—Odín, mi hermano de sangre, dime, ¿vas a permitir esto? ¿Dónde quedaron los juramentos de que ninguno bebería si no había un vaso para el otro?
La tensión se desplazó hacia la cabecera de la mesa, donde Odín se sentaba al lado del anfitrión. Su antigua relación era algo de lo que se evitaba hablar, una oscura historia que nadie conocía salvo ellos dos. Miró fijamente a Loki, midiéndolo, intentando averiguar hasta donde sería capaz de llegar. Tras unos instantes eternos, se volvió hacia donde se sentaba uno de sus hijos:
—Vidar, déjale sitio.
El silencio del salón se llenó de exclamaciones de sorpresa y murmullos de disgusto a partes iguales, pero nadie se atrevió a contrariarlo. Loki no dejó pasar la oportunidad y se dirigió pausadamente hacia la mesa con un atisbo de sonrisa. Fingiéndose ajeno al escrutinio al que estaba siendo sometido se sentó junto a Vidar, hizo un gesto pidiendo una jarra de cerveza y se puso tranquilamente a comer.
Poco a poco el resto de los dioses empezaron a imitarle. Loki parecía prestar atención solo al contenido de su plato. El ambiente se distendió y volvieron a surgir carcajadas a un lado y otro de la mesa.
Tan en serio se habían tomado los dioses su intención de ignorar a Loki que fueron pocos los que se percataron cuando se puso en pie.
—Me gustaría proponer un brindis —dijo mientras comprobaba complacido las miradas de inquietud que había provocado su gesto—, por todos los Aesir que hoy honran esta mesa, todos ellos nobles de corazón.
A lo largo de la mesa se oyeron algunos suspiros de alivio. Pero Loki aún no había terminado:
—Todos salvo a Bragi, claro —y alzó su copa mientras dedicaba una amplia sonrisa al dios de la poesía.
Por segunda vez Bragi notó como sus compañeros de mesa se agitaban nerviosos a su lado. Miró a su alrededor buscando alguna muestra de apoyo. Nadie se atrevió a devolverle la mirada, a excepción de un fúnebre Odín, que le hizo un leve gesto para que no aceptase la provocación. Bragi se levantó fingiendo un ánimo conciliador. Loki seguía observándole sin perder la sonrisa.
—Disculpa si antes he sido demasiado brusco —dijo Bragi, nervioso—. No me gustaría echar a perder esta magnífica cena por un malentendido. Deja que te ofrezca un caballo, una espada y un brazalete para reparar mi ofensa —hizo una breve pausa— si es que hubo alguna.
Nadie vio como Bragi se sentaba. La atención estaba de nuevo fija en Loki, en la sonrisa con la que había recibido la oferta y que hizo pensar a algunos que se conformaría con los regalos. Ilusos.
Loki burlándose de Bragi, por W.G. Collingwood (Wikipedia). |
Todos vieron como Bragi acusaba el golpe, se ruborizaba y apretaba los puños contra la mesa.
—Tienes suerte de que las leyes de la hospitalidad me impidan tratarte como mereces —acertó a decir en un murmullo.
—Sí, son muy oportunas —respondió Loki—, si no te verías obligado a defenderte en lugar de hacerte pasar por un adorno de la mesa.
Bragi abrió y cerró la boca, mirando a su alrededor. Hizo ademán de levantarse cuando una voz le interrumpió:
—¡Basta! —era Iduna, esposa de Bragi, la que había hablado dirigiéndose a su marido—. Te lo suplico en nombre de nuestros hijos, no sigas su juego.
—La dulce Iduna sale en defensa de su marido —la diosa al sentir la mirada de Loki—. Muy noble por su parte, sabiendo que luego no pierde oportunidad de reemplazarlo en el lecho. Incluso con el asesino de su hermano.
—No tengo nada en tu contra Loki —respondió la diosa con un susurro—. Solo te pido que dejes en paz a mi marido.
—¡Eso, déjalos en paz! —intervino una nueva voz en apoyo de la pareja.
—Ah, Gefjun —dijo Loki mirando a la diosa que había hablado—, ¿ahora te has erigido como defensora de los matrimonios? Pensaba que estabas demasiado ocupada seduciendo jovencitos —Gefjun miró a los lados, incómoda—. Dime, qué edad tenía, ¿se afeitaba ya? ¿Es cierto que...
—Ya basta Loki.
A pesar de no haber elevado la voz la orden de Odín llenó la sala ahogando las últimas palabras de Loki. El dios del fuego se volvió hacia él. Los invitados contuvieron el aliento, sintiendo la energía que fluía entre los dos. Loki ya había llegado muy lejos esa noche, pero nadie podía esperar que siguiera adelante desafiando al primero entre los dioses delante de todos.
Pero Loki había pasado el punto de no retorno. Mientras los demás disfrutaban de la comida y bebida él había estado paseando solo, pasando revista a toda las ofensas de las que se sentía víctima, alimentando su rabia. Como el fuego sobre al que representaba, su furia había crecido demasiado para poder ser controlada. Sin apartar la mirada de los amenazadores ojos de Odín respondió:
—¿Crees que puedes gobernarnos como haces con los necios humanos en sus guerras? ¿Dando la victoria a los más cobardes o incapaces solo por satisfacer tus caprichos?
Todas las miradas se centraron en Odín, mientras el aire de la sala se llenaba de tensión. Premiar con la victoria a los más audaces en la batalla era una de las cosas de las que más orgulloso estaba el dios.
—Al menos yo me escondí durante ocho años bajo la tierra convertido en mujer ordeñando vacas —respondió Odín masticando cada palabra.
Loki sonrió, ajeno a la provocación.
—Es curioso que eso lo diga quien no dudó en disfrazarse de mujer para aprender hechicería de las brujas. Dime, ¿es cierto que tuviste mucho éxito entre los hombres?
Odín comenzó a levantarse. Sus ojos echaban chispas. Podía sentirse en el aire la energía que fluía entre ambos dioses. Las vigas de la sala crujieron. Uno de los criados de Aegir sufrió un desvanecimiento. El resto de los dioses observaban sobrecogidos.
Solo Frigg logró juntar la fuerza para detener a su marido y dirigirse a Loki:
—Deja de remover el pasado, pues hay cosas que no deben volver a ser dichas. Vete ahora y olvidemos lo que ha sucedido antes de que se haga más daño.
Pero Loki no había llegado hasta ahí para echarse atrás. Ya nunca podría volver atrás. Ahora les haría pagar sus miradas condescendientes, los susurros a sus espaldas.
—¿Cosas? ¿Qué cosas? ¿Como aquel viaje de Odín en el que aprovechaste para abrir tu puerta y tus piernas a tus dos hermanos?
Hubo un leve murmullo en la sala mientras que un sorprendido Odín se volvía hacia su esposa, que había palidecido súbitamente. Sin la voluntad de Odín haciendo de contrapeso la presencia de Loki creció hasta ocupar todo el salón.
—¡Maldito seas, padre del lobo! —acertó a susurrar Frigg— Si estuviera aquí mi hijo Baldr no saldrías vivo de esta sala.
Loki rió. Carcajada tras carcajada que helaron la sangre de los presentes. Las antorchas de la sala parecieron avivarse con la risa, volviendo el aire casi irrespirable. El mismo Loki parecía arder haciendo ondular el aire a su alrededor.
—Dime, Frigg, ¿nunca te has preguntado como el inútil de Hödur fue capaz en medio de su ceguera de acertar con su lanza donde los demás habían fallado? ¿Nunca sospechaste cómo podía haber acabado en sus manos un dardo hecho de lo único capaz de matar a su hermano?
Frigg tembló, haciendo esfuerzos por no desplomarse.
—Tú, maldito...
—Sí, ¿quién si no? —Loki volvió a reír—. ¿Quién más en medio de este patético grupo de patanes sería capaz de tramar algo así?
Frigg se volvió hacia su marido, que seguía contemplándola sin decir palabra. Los dos parecían haber envejecido tremendamente en un instante. Algunos dioses salieron en su defensa, pero cada vez que uno se atrevía a encararse con Loki, este hacía bufa de él revelando algún episodio oscuro de su pasado, delatando sus miserias y alimentándose de su vergüenza. Uno tras otro retrocedían ante la voluntad desatada del dios del fuego. Y con cada nuevo dios que humillaba su presencia crecía aún más, asfixiándolos, llenando la sala, reinando por encima de todos, embriagado, en la cumbre de su triunfo.
En ese momento un súbito ondular sacudió el aire, agitando la llama de las antorchas. Loki se giró. Por la puerta recién abierta se colaba el frescor de la noche, aliviando el claustrofóbico ambiente. Parado en el dintel Thor observaba con el semblante tenso, sujetando en su mano su martillo, el temible Mojlnir.
—¡Calla, demonio, si no quieres que te abra la cabeza!
No, no puede ser, ahora no. ¿No se suponía que estabas lejos en Oriente? No podía permitir que le arrebataran su victoria. Le atacó con las mismas armas con las que había vencido a los demás.
—Bravas palabras, amigo mío, lástima que fueras tan valiente cuando te escondiste dentro del guante del gigante Skrymir y...
Pero Thor avanzaba hacia él con paso decidido, insensible al hechizo que se cernía sobre la sala. En su mano Mojlnir se balanceaba amenazadoramente. Loki se preguntó cuánto tiempo había pasado escuchando antes de hacer su gran entrada. Aún estaba vivo, así que no debía haberle oído confesar el asesinato de Baldr. Notó como a su espalda algunos de los dioses empezaban a balbucear acusaciones. Solo quedaba huir mientras tuviera oportunidad. Al menos que fuera con dignidad.
—Aquí ya he dicho todo lo que debía. Me marcho —dijo dirigiéndose a Thor— solo por respeto a ti, el único de aquí que lo merece.
Y, antes de que ninguno de los presentes fuera capaz de reaccionar, cruzó la puerta y desapareció en la noche.
Había llegado la hora de esconderse. Loki se consideraba a sí mismo el más inteligente de los dioses, y sabía que sus bromas muchas veces no eran bienvenidas, así que hacía tiempo que había preparado un pequeño escondite por si tenía que desaparecer un tiempo. Aunque nunca había pensado que fuera a necesitarlo como residencia permanente.
Se trataba de una cabaña en las montañas, una habitación lo bastante grande como para vivir en ella cómodamente, pero lo suficientemente pequeña como para que no fuera fácil verla si no se la estaba buscando. En cada una de las pareces había una puerta que mantenía siempre abiertas de modo que pudiera dominar todo el panorama a su alrededor.
Si alguien se acercaba tendría tiempo suficiente para ejecutar su plan de escape: huir hasta el cercano río Franang y esconderse entre sus cascadas transformado en salmón. Aunque fueran capaces de seguirle hasta allí, Loki estaba seguro de que no podrían atraparlo mientras se mantuviera dentro del agua.
En realidad estaba casi seguro.
Un día tras otro de reclusión hacen fácil que cualquier pequeño detalle se convierta en un pensamiento recurrente y acabe transformado en una obsesión. En el caso de Loki era un objeto que había visto en casa de Aegir, la red con la que su esposa Ran atrapaba a los ahogados. ¿Podría utilizarse también para atrapar peces? ¿Sería posible esquivarla convertido en salmón? Incapaz de seguir viviendo con la incertidumbre y buscando alguna forma de mantenerse ocupado, Loki decidió fabricando él mismo una red. La llevaría al río, la probaría y aprendería a esquivarla.
Estaba tan absorto en su creación que distrajo un momento su vigilancia. En el peor momento. Cuando alzó la vista vio en la distancia la partida de caza. Al frente iban Thor y Odín. A pesar de su sitación Loki no pudo evitar esbozar una sonrisa: al menos no podría decir que no le tomaban en serio.
—¿Habéis encontrado algo?
—¡No! —se oyó responder a Thor desde el exterior.
Odín volvió a recorrer la habitación sin poder disimular su rabia.
—El demonio se ha escapado —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
—No puede estar lejos, el fuego aún está vivo.
Odín se volvió hacia Kvasir que miraba pensativo el hogar.
—Podría estar en cualquier parte —dijo agitando las manos—. Ahora mismo podría estar ahí fuera disfrazado, riéndose en nuestras mismas narices.
Se sentó en la silla que solía ocupar Loki en el centro de la habitación. A su alrededor las cuatro puertas apuntaban cuatro direcciones de huida distintas. El enfado le hizo volver a ponerse en pie.
—Vamos fuera con los demás—dijo—, aquí ya no hay nada que hacer. Maldito demonio, cuando le ponga las manos encima...
Kvasir le interrumpió con un gesto. Si hubiera sido cualquier otro Odín hubiera aprovechado ese gesto tan poco respetuoso para volcar sobre él toda su frustración. Pero había aprendido a respetar los momentos de razonamiento de Kvasir, así que hizo un esfuerzo por contenerse.
Kvasir seguía con la vista fija en el fuego, removiendo la lumbre con un pedazo de madera, como si pretendiera encontrar a Loki entre las brasas. Casi todos los dioses le consideraban el más sabio entre ellos, con la únicas excepciones de Loki y el propio Odín, que aún así no dudaban en reconocerle el segundo lugar por detrás de ellos mismos.
—Ahí fuera no hay nada —dijo Thor apareciendo a través de una de las puertas—. ¿Qué quieres que hagamos ahora?
Odín lo hizo callar con el mismo gesto que había empleado Kvasir, señalando a continuación hacia el hogar. Thor miró a Kvasir, luego a Odín y quedó en silencio, sin saber muy bien qué se esperaba de él. Al poco empezó a pasar su peso de un pie a otro, incómodo. Volvió a mirar a Odín que repitió el gesto de silencio. Encogiéndose de hombros se puso a contemplar él también el fuego, mandando al siguiente dios que se asomó desde fuera, extrañado ante la falta de sonido desde el interior.
Cuando Kvasir desvió los ojos del hogar a su alrededor había un círculo de dioses silenciosos que se rascaban la cabeza, bostezaban o miraban a los demás intentando adivinar a qué estaban jugando.
—Ya sé dónde está —dijo con una sonrisa en su rostro.
Ajeno a lo que ocurría en el que había sido su escondite, Loki nadaba nerviosamente a lo largo del río Franang. Llevaba casi dos horas en el agua y no había señales de sus perseguidores. ¿Habría logrado engañarlos? Se impulsó fuera del agua, un salmón más en medio de la corriente, buscando más allá de las orillas. Nada. Empezaba a considerar la idea de volver a su forma habitual cuando en un nuevo salto los vió. En ese momento lo desagradable que podía llegar a ser sentir sudores fríos en medio de una corriente helada. Había visto lo que portaban los dioses: entre varios llevaban, reconstruida, su red.
Los cazadores se convirtieron en pescadores, repartiéndose a lo largo de la ribera. Allá donde veían cualquier signo de vida lanzaban sus lanzas, y si lograba escapar llamaban a los que habían quedado en reserva con la red, cuya forma y objetivo había deducido Kvasir a partir de los restos que aún quedaban en el fuego. Loki intentó ocultarse entre las rocas del fondo del arroyo, pero sus claras aguas acabaron delatándole. Para él fue fácil esquivar los torpes intentos del primero de sus perseguidores, pero este llamó pidiendo ayuda y pronto la red rompió la superficie del agua, buscándolo. Pronto fue evidente que el invento no funcionaba tan bien si el pez contaba con cierta inteligencia. Cada vez que recogían la red Loki se escabullía entre las piedras del fondo y el aparejo acababa deslizándose por encima suya.
Tras varios intentos infructuosos Kvasir perfeccionó el invento añadiéndole unas cuantas piedras en el borde para impedir a Loki deslizarse por debajo. Entonces empezó a hacerlo por encima: cada vez que recogían la red Loki aprovechaba su habilidad como salmón para saltar y pasaba por encima de ella. Y tras cada intento falllido aprovechaba para nadar unos metros hacia la desembocadura. Aunque tenía que deternerse a menudo para esconderse de las lanzas que le arrojaban sus perseguidores, pronto resultó evidente que si no hacían algo pronto acabaría llegando al mar y quedaría fuera de su alcance.
Odín convocó a Thor y Kvasir mientras ordenaba al resto que siguiesen ostigando a Loki. Este no podía descuidarse un solo instante para no quedar ensartado, pero por primera vez desde que vio llegar a sus perseguidores empezó a sentirse optimista. Finalmente la red no había resultado un adversario tan terrible y en sus sentidos de pez empezaba a notar la proximidad del agua salada.
Entonces los vio llegar: agrupados en ambas orillas los dioses sujetaban la red formando una muralla que le separaba del mar y que se acercaba paso a paso. Idiotas. Si eso era lo mejor que se les ocurría entonces eran aún más inútiles de lo que pensaba. Tensando sus músculos de pez aceleró hacia la red y, justo antes de estrellarse contra ella, cambió su trayectoria hacia arriba para franquearla con un limpio salto.
Siendo en ese momento atrapado por Thor, que había estado agazapado expectante al otro lado de la red. Loki se agitó, sacudió y forcejeó, pero fue incapaz de liberarse de las manos del dios. Tan fuerte lo sujetó Thor que desde ese día el cuerpo de todos los salmones tiene un marcado estrechamiento justo antes del nacimiento de la cola.
Finalmente, perdida la esperanza, Loki abandonó su disfraz para enfrentarse a su destino.
Poco, y nada agradable, es lo que queda de esta historia. Los dioses volcaron su rabia sobre Loki con la excusa de vengar el asesinato de Baldr, pero la verdadera razón de su ensañamiento fueron las revelaciones que había vertido durante su breve momento de triunfo en la cena de Aegir. Aunque habían querido minimizar el valor de sus palabras atribuyéndolas a la mala fe del dios, lo cierto es que esa noche Loki había deslizado en sus oídos un veneno que emponzoñó Asgard.
Es imposible saber cuántas de las peleas domésticas, o de las miradas de desconfianza entre antiguos amigos ocurridas los días siguientes se debieron a las bajezas desveladas por Loki. Pero fue a él a quien se le atribuyó la causa de cada insulto, cada gesto de desprecio, cada malentendido. Pronto capturarlo se convirtió en el objetivo más importante, con la secreta esperanza de que su castigo sirviera para exhorcizar los demonios que había creado.
La partida de caza llevó a Loki a una profunda gruta, donde esperaban el resto de dioses que querían ser testigos de su sufrimiento. Allí tenían retenidos a los dos hijos que Loki había tenido con su esposa Sigyn. Ante la mirada de su padre los dioses convirtieron a uno de ellos en lobo y lo lanzaron sobre su indefenso hermano. Luego se inclinaron sobre el cadáver desgarrado y tomaron sus intestinos, que usaron para amarrar a Loki sobre unas rocas puntiagudas, convirtiéndolos después en cadenas de hierro.
A continuación se separó del grupo la diosa del invierno, Skadi, que traía con ella una serpiente como las que se usan en el Helheim para martirizar las almas de los traidores y asesinos. Tras maldecir a Loki la colocó sobre él, asegurándose de que el veneno que rebosaba de su boca callese sobre la cabeza del dios. Tras ello volvió con los demás a contemplar como se agitaba y bramaba de dolor al recibir las primeras gotas.
A medida que consideraban satisfecha su ansia de venganza los dioses fueron abandonando la gruta, dejando a sus espaldas los gritos del dios del fuego. Cuando se marchó el último hacía tiempo que Loki ya no era consciente de nada más que del dolor que causaba el ácido al caer sobre su rostro.
Y, de repente, el castigo cesó.
Loki y Sigyn, por Marten Eskil Winge (Wikipedia) |
Allí siguen, solos, bajo tierra, mientras en la superficie pasan las estaciones. Cada cierto tiempo el veneno rebosa el cuenco que sujeta Sigyn y debe apartarlo para vaciarlo, sin poder evitar que algunas gotas caiga sobre la cabeza de su esposo. El dolor entonces es tan grande que Loki se agita forzando sus cadenas, sacudiéndose con tal fuerza que la tierra entera tiembla, causando terremotos.
Y con cada día que pasa Loki va destilando su resentimiento, esperando. Pues está escrito que un día logrará romper sus cadenas y se alzará para guiar contra los dioses un ejército reclutado entre los gigantes y los héroes condenados al Helheim. Así dará inicio al Ragnarök, la confrontación final que dará fin al mundo tal y como hoy lo conocemos.
Pero eso es una leyenda distinta que se contará en su momento.
Friday, August 24, 2012
El último truco de Loki III: Viaje al inframundo
— ¿En qué momento se me ocurrió meterme en esto?
El espectro que le servía de guía se giró:
— ¿Decía algo el señor?
— Nada, no importa —respondió Hermod antes de volver a sumirse en sus pensamientos.
Claro que recordaba el momento en que se le ocurrió meterse en esto. Había sido justo después de que su madre Frigg se dirigiese a ellos sobre el cadáver de Baldr y pidiese un voluntario para traerlo de vuelta del inframundo. De entre todos los dioses él había sido el único que había reunido el valor, o la estupidez, suficiente como para presentarse voluntario. Por supuesto que el generoso número de cervezas que había estado tomando antes del asesinato tenía algo que ver con su ofrecimiento, pero también los otros dioses habían bebido abundantemente durante la fiesta y no por eso habían dado un paso al frente. También podría echarle la culpa al cariño que sentía por su madre o su hermano asesinado, pero tampoco era la verdadera razón. Lo que le había decidido a dar un paso adelante no era el alcohol o la familia, sino el deseo de ser tomado en cuenta.
Todos los demás dioses habían corrido grandes aventuras que contar en la mesa, heroicas búsquedas que los hombres narraban frente a sus hogares. Mientras que él, Hermod el ligero, solo era mencionado de pasada, llevando algún mensaje de los dioses. Él también quería tener su saga y si era necesario cabalgaría hasta el infierno helado de Helheim y arrancaría el alma de Baldr de las manos de la mismísima Hel en una gesta que los skalds cantarían en todos los salones de Midgard. O al menos esa era la teoría.
Su ardor guerrero empezó a enfriarse un par de noches después de salir de Asgard. Realmente es difícil no enfriarse cuando se recorren estepas heladas en las que el sol no es más que un tímido rayo que se asoma unos minutos para marcar la diferencia entre una noche y la siguiente. A su alrededor sólo había nieve y hielo. Y muertos, claro.
Al principio no fue consciente de ellos mas que como un movimiento en el rabillo del ojo o una sombra algo más oscura alrededor del fuego. Pero conforme se acercaba al Helheim fueron haciéndose cada vez más visibles. Solos o en grupos formados por el camino, algunos cargando sacos con las pertenencias que sus allegados habían juntado para que les acompañasen al más allá, otros llevando solo los zapatos de Hel, el resistente calzado que los vikingos dejaban a sus muertos para el largo camino que les esperaba.
De vez en cuando Sleipnir, el caballo de ocho patas que Odín le había prestado para su búsqueda, adelantaba la comitiva de un guerrero que había sido quemado junto con su caballo y algún esclavo que cargaba con sus armas. Pues Helheim no era solo el hogar eterno de mujeres, niños, ancianos o enfermos (los llamados muertos de paja por haber fallecido en su jergón), sino que también acogía a los guerreros a los que se había prohibido la entrada en el Valhalla por crímenes o traiciones contra los suyos. Incluso una vez Hermod adelantó un barco cargado de presentes en cuya proa un ceñudo guerrero intentaba atisbar su destino.
Por fin, después de nueve noches, Hermod llegó a la orilla del río Gjöll que marcaba la frontera del reino de los muertos. A su alrededor los espíritus eran ya un torrente de cuerpos silenciosos y caras sin expresión. Conforme cruzaba el puente forrado de oro de Gjallarbrú fue consciente de una gigantesca figura en la orilla opuesta que vigilaba la llegada de los espectros.
Se trataba de Mödgud, una de las criaturas de Hel, encargada de guardar la entrada a su reino. Tal vez en algún lejano pasado había sido una criatura de carne y hueso, pero si había sido así lo primero había acabado consumiéndose dejando solo lo segundo. Hermod se percató de que la giganta lo miraba fijamente (tan fijamente como se pueden mirar unas órbitas vacías. Lo cual, según descubrió Hermod, puede ser bastante) y que empezaba a abrirse paso desplazando muertos a un lado y a otro hasta colocarse frente a él.
Preguntándose, quizás por primera pero definitivamente no por última vez, en qué estaba pensando cuando se ofreció para el viaje, Hermod se irguió sobre su caballo, intentando presentar una imagen lo más altiva posible, y exclamó:
— ¡Criatura! ¡Soy Hermod, el rápido, hijo de Odín y de Frigg, mensajero de los dioses, morador de…
— Ummmm —le interrumpió la giganta—. Estáis vivo.
— Sí, eso es obvio —dijo Hermod molesto mientras era consciente de que a su alrededor los muertos habían interrumpido su marcha para contemplarlos con miles ojos inexpresivos—. Soy Hermod, hijo de Odín y Frigg, mensajero de los…
— Eso ya lo habéis dicho —volvió a interrumpir Mödgud—. Pero estáis vivo —insistió ladeando la cabeza como si estuviera intentando buscar alguna terrible herida o marca de enfermedad que estuviera oculta a simple vista. La giganta se llevó su huesuda mano a la barbilla en un gesto pensativo, y sin duda habría arrugado el ceño de haber tenido alguno.
— ¿Estáis seguro de que es aquí a dónde venís? Quizás os habéis perdido, el paisaje es muy monótono por esta zona y es difícil orientarse.
— Sí. Quiero decir, no —se corrigió Hermod, consciente ya de que su presentación había sido arruinada definitivamente—. No me he perdido, y sí, vengo aquí. ¿Hay algún problema con eso?
— En absoluto señor. Pero veréis, aquí tenemos unos criterios de admisión un tanto —el esqueleto dudó buscando la palabra adecuada— estrictos, y me temo que de momento no los cumplís. Pero no os preocupéis, normalmente suele ser cuestión de tiempo.
Hermod sintió un escalofrío ante la sugerencia de la giganta. Fue consciente como a su alrededor los muertos empezaban a perder el interés en él y se ponían de nuevo en marcha. No era una buena forma de comenzar su saga, aunque confiaba en que los skalds se saltaran esta parte cuando la relatasen.
— En realidad no vengo a quedarme —dijo lentamente, dejando que la información fluyese dentro del expuesto cráneo de Mödgud—. He venido en busca de mi hermano Baldr, el dios de la luz. Me ha mandado nuestro padre Odín para que hablase con vuestra ama Hel.
— Ah, sí, Baldr —el gran esqueleto volvió a acariciarse la barbilla—. Lo vi pasar hace unos días en un barco enorme lleno de tesoros. Realmente parecía increíble que pudiese moverse de lo cargado que estaba.
Hermod esperó un momento, incómodo por el silencio que siguió a las palabras de la giganta.
— ¿Entonces —se decidió a preguntar al fin— puedo pasar?
— ¿Lleváis comida?
Ah, suspiró aliviado Hermod, entonces todo se reduce a esto.
— Sí, llevo varios manjares en mi zurrón, y si me permitís el paso estaré encantado de compartirlos con vos como muestra de mi aprecio por vuestro trabajo.
Mödgud se quedó inmóvil sin apartar sus órbitas vacías de Hermod, cuya incomodidad solo se veía aliviada al percatarse de que los muertos habían perdido definitivamente el interés en él. Estaba empezando a plantearse arrojar la comida a los pies del esqueleto y seguir su camino cuando la giganta pareció volver a la vida (Hermod no pudo evitar darse cuenta de lo inapropiado de la comparación) para decirle mientras meneaba la cabeza:
— No son para mí, son para el perro.
— Sí, claro —en ese momento Hermod ya tenía claro que debía quedar muy poco cerebro sin pudrir dentro de aquella calavera—, para el perro —en cualquier caso Hermod no pensaba quedarse allí a discutir con ella. Hizo que Sleipnir diera unos pasos hacia la giganta y extendió los brazos ofrenciéndole algunas de sus provisiones.
Mödgud miró las viandas unos segundos antes de dirigirse de nuevo a Hermod:
— No son para mí, señor —dijo utilizando un tono parecido al que suele emplearse cuando se quiere explicar a un niño pequeño algo demasiado complicado para él (si es que algún niño fuera capaz de aguantar una explicación de un esqueleto de más de tres metros sin echarse a llorar o salir corriendo a toda la velocidad que permitiesen sus cortas piernas)—. Veréis, señor, no sé si os habéis percatado, pero soy un esqueleto. No puedo comer. Bueno, no exactamente. Puedo, pero luego queda todo esparcido por el suelo y paso varios días con moscas revoloteando por mis costillas, lo cual es bastante molesto. Como os decía es para el perro.
Y diciendo esto Mödgud se apartó a un lado, mientras Hermod la miraba con las manos extendidas sosteniendo la comida sin entender nada. Pero la oportunidad de dejar atrás a la giganta era demasiado buena como para desaprovecharla intentando encontrarle sentido a la situación. Mientras dejaba atrás al esqueleto se planteó si el resto de los dioses también pasaban por circunstancias parecidas en sus aventuras pero decidían olvidarse oportunamente de ellas al contarlas de vuelta a casa.
Perdido en sus pensamientos Hermod no fue consciente de como la riada de espíritus aminoraba poco a poco su paso al pasar frente a una gruta hasta no llegar casi a su altura. Entonces lo recordó.
Por supuesto. El perro. Garmr.
Garmr era el gigantesco perro que guardaba la puerta del Helheim. Los muertos, para evitar ser atacados por la criatura, eran enterrados junto con un pastel de Hel como ofrenda para la bestia.
Ese día Garmr estaba más irritable de lo normal, como habían notado algunos muertos que se habían acercado demasiado al arrojarle la comida y ahora tendrían que pasar el resto de la eternidad con un dedo o dos menos. Había algo extraño en el aire, un olor diferente, que le traía recuerdos de mucho tiempo atrás. Y se hacía más fuerte.
Hermod esperaba su turno para pasar mientras veía a la bestia mover la cabeza a un lado y a otro olisqueando. Bajó la vista hacia su zurrón en busca de algo que sirviese de ofrenda. Cuando levantó la cabeza Garmr estaba mirándolo fijamente.
Tragó saliva. O lo hubiera hecho si su boca no se hubiera quedado seca de repente. Garmr no solo no le quitaba ojo, sino que además había empezado a andar hacia él, abriéndose camino entre los muertos que seguían arrojando comida a su paso.
Garmr al fin había notado la procedencia del olor. Venía de aquella figura montada. No, se corrigió mientras se aproximaba para oler mejor, la fragancia partía de los dos, jinete y montura. ¿Qué era? Estaba ahí, lo tenía en la punta de su descomunal lengua.
Ya había apenas un metro de distancia entre él y la bestia y Hermod había lo posible por mantener su pose mientras notaba el nerviosismo de Sleipnir. Cualquier otro caballo menos acostumbrado a tratar con todo tipo de criaturas ya habría salido huyendo. El mismo Hermod empezaba a plantearse la posibilidad, dudando de si los espíritus a su alrededor serían lo bastante sólidos como para permitirle salir a la carrera antes de que el perro cayese sobre ellos. Por si acaso le arrojó la comida que había preparado para él.
Absorto como estaba escarbando en su memoria Garmr apenas se percató de la ofrenda. Sin pensarlo sacó la lengua para atrapar un par de trozos mientras se acercaba para apreciar mejor el olor. Pero lo único que vio el dios fue a la enorme bestia relamiéndose mientras se acercaba. En ese momento Hermod fue súbitamente consciente de que quizás ser un dios de segunda fila no fuera algo tan malo, y que el puesto de mensajero de los dioses era muy importante para que el universo siguiera funcionando correctamente.
Hermod puso la mano sobre el pomo de su espada. Había decidido que este sitio no le gustaba. Nada. Y que no pensaba pasar allí la eternidad. Así que si había que morir sería con un arma en la mano ganándose un sitio en Walhalla. Por un momento se preguntó si las Walkirias haría recogidas tan lejos. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque Garmr se había puesto rígido y lo miraba con fijeza. Poco a poco empezó a desenvainar su arma mientras esperaba el mordisco mortal.
¡Claro! ¡Eso era! ¡A lo que olía el extraño y su caballo era a vivo! Hacía tanto tiempo que no olía algo así… Contento tras haber resuelto el enigma, Garmr le dedicó a Hermod una gran sonrisa que heló la sangre en las venas al dios y se volvió a su cueva moviendo la cola.
Hermod todavía estaba recuperándose de la visión de los tremendos dientes de Garmr a un metro de su cara cuando llegó a la verja que marcaba el inicio del reino de Hel. Allí le esperaba uno de los sirvientes de la diosa.
— ¡Salve Hermod, el rápido, hijo de Odín y de Frigg, mensajero de…!
— ¿No tendríais un poco de agua para darme? —le interrumpió Hermod que definitivamente había renunciado protagonizar un saga y ahora solo estaba preocupado en comprobar si alguna vez volvería a tener saliva.
— Ummm, claro, señor, si tenéis la bondad de seguirme.
El dios no llegó a ser consciente de la mirada de desaprobación del espíritu tremendamente molesto ante tamaña falta de protocolo. Mientras le seguía hacia el interior del inframundo, Hermod solo podía pensar en qué momento se le habría ocurrido presentarse voluntario para esta misión. Bueno, en eso y en que la historia necesitaría unos pequeños cambios antes de contarla a su vuelta a Asgard (como así fue, de manera que la leyenda que ha llegado hasta nuestros días se trata en realidad de una versión edulcorada que omite los pasajes más comprometidos. El como llegó a mis manos el verdadero relato de los hecho es en sí mismo una interesante historia, pero que, por cuestiones de espacio, habremos de dejar para otra ocasión).
El espectro mandó que se hicieran cargo de su montura atravesar la verja de hierro que daba entrada al reino de Hel. Allí el torrente de muertos se dividía en dos, uno bastante más pequeño en el que iban la mayoría de los hombres con aspecto de guerreros. Acompañaron a este grupo durante un trecho, hasta que su guía lo hizo tomar otro camino dejándolos atrás.
— ¿Por qué ellos siguen un camino distinto? —preguntó Hermod.
— Son los asesinos, traidores y demás escoria que, aunque muera con un arma en la mano, no es merecedora del Valhalla —le respondió su guía.
— ¿Y a dónde van?
— Pues, si tienen suerte, acabarán en el gran caldero Hwergelmir, donde la gran serpiente Nidhug los devorará una y otra vez hasta el fin de los tiempos.
Hermod no estaba seguro de haber escuchado bien.
— ¿Si tienen suerte?
— Sí, al menos allí tendrán un rato de descanso mientras se regeneran, y Nidhug solo puede devorar a un pequeño número a la vez —a Hermod no le gustó el tono que adoptó el espectro, pero estaba demasiado interesado en la explicación como para interrumpirlo—. Los demás van un gran salón de cuyo techo cuelgan millares de serpientes que dejan caer su veneno día y noche sobre las almas cautivas.
No estaba muy seguro de si era debido a la sugestión, pero a Hermod le pareció escuchar a lo lejos los gritos de los condenados mientras el ácido caía sobre ellos. Nunca se había considerado una mala persona, pero en ese momento tomó la determinación de empezar a tratar mejor a sus semejantes.
— Debe ser una vida terrible —pensó en voz alta.
— Bueno, técnicamente tal vez la palabra vida no sea la más adecuada, pero es sólo para aquellos que lo han merecido. El resto podemos considerarnos en general bien tratados. Hel es amable con nosotros y nunca nos falta comida ni refugio. De hecho —continuó el espectro—, hay para quien esto supone una mejora con respecto a la vida que llevaba antes, salvo algún pequeño detalle sin importancia.
— ¿Cómo cuál?
— Principalmente el aburrimiento.
Y dicho esto el espectro cayó en un silencio que no rompió hasta que al final del camino se detuvieron frente a la puerta de un gran edificio.
— Hemos llegado —anunció. Y sin esperar respuesta alguna se giró y volvió por el camino por donde habían llegado.
Hermod miró un momento como se alejaba, tomó aliento y abrió la puerta. Frente a él había un gran salón decorado para una fiesta. En el centro había una gran mesa rodeada de multitud de sillas, todas vacías salvo un par en el otro extremo de la sala. En una de ellas reconoció a su hermano Baldr.
Baldr, Nanna y Hermod (y Sleipnir, aunque con cuatro piernas de menos). Fuente: Wikipedia. |
Cruzó la habitación a paso vivo, que se convirtió en una carrera, mientras lo llamaba entre risas. No sabía muy como lo recibiría el dios de la luz. Alegría, posiblemente, extrañeza por verlo allí. Tal vez le preguntaría cómo había llegado ahí y planearían juntos su fuga del lugar. En su lugar lo único que recibió fue una sonrisa fría y un
— Hola Hermod.
Hermod se detuvo, los brazos abiertos. ¿Acaso estaba Hel jugando con él? ¿Podía ser esa criatura sin expresión de verdad Baldr? Era su rostro, sí, pero ¿dónde estaba la luz que siempre había emanado del dios? ¿Dónde su eterna sonrisa? Miró a su lado y vio que la otra silla estaba ocupada por su esposa, la hermosa Nanna. ¿Qué estaba haciendo ella allí?
Comprendió. De repente se sintió solo, muy solo, a cientos de kilómetros de su hogar, rodeado de muertos.
— Siento que estés aquí —dijo aquella criatura que una vez había sido su hermano.
— ¿Qué? No, yo no estoy… —se detuvo incapaz de encontrar las palabras adecuadas—. Madre me ha enviado para sacarte de aquí.
— ¿Salir de aquí? No, hermano —Hermod pensó en las pocas veces que Baldr se había dirigido a él mencionando su parentesco—, mi tiempo ha pasado. Ahora mi sitio es este.
Hubo un breve silencio antes de que Baldr volviese a hablar:
— Pero si de verdad puedes hacerlo llévate a Nanna. Ella no debería estar aquí. No es sitio para ella.
La diosa abrazó a su esposo.
— Mi sitio está a tu lado. No podría vivir de otra forma —dijo enterrando su cabeza en su pecho.
Baldr rodeó a su esposa con el brazo, acunándola. El dios le besó el pelo y durante ese breve instante Hermod reconoció de nuevo a su hermano frente a él. Dio un paso al frente posando la mano en su hombro y susurró:
— Haré todo lo posible por sacaros de aquí. A los dos. Os lo prometo.
Y empezó a llorar.
Hermod ante Hel. Fuente: Wikipedia. |
La entrevista con Hel fue mejor de lo que había imaginado. Claramente la diosa ya sabía cuál iba a ser su petición y tenía preparada su respuesta. Sí, dejaría marchar a Baldr, y también a Nanna. Pero, como debía comprender, algo así no podía hacerse a la ligera. ¿Qué ocurriría si se daba la impresión de que la muerte ya no era necesariamente el final del camino?
Así que los liberaría pero con una condición inamovible: toda la creación debía pedir su vuelta con sus lágrimas. Bastaría con que un solo objeto o criatura no se uniese al llanto para que las puertas del Helheim se cerrasen para siempre para Baldr y Nanna.
Hermod agradeció a Hel la oportunidad que les daba y se despidió con cierto alivio. Aunque la condición parecía difícil, estaba seguro de que toda la creación amaba al dios de la luz y haría lo que fuese necesario por traerlo de vuelta. Además agradecía dejar atrás a la diosa: el cuerpo de Hel estaba dividido en dos mitades, una de ellas era una hermosa mujer, pero la otra tenía la forma de un cadáver de varios días. Durante toda la breve entrevista Hermod había estado sudando incómodo ante el constante escrutinio al que le había sometido aquel ojo sin vida. Y no resultaba un alivio pensar que peor hubiera sido tener que vérselas con alguno de sus monstruosos hermanos, nacidos como ella de la unión de Loki con la giganta Angurboda: el gran lobo Fenris o la gigantesca serpiente Jörmungander Afortunadamente cuando Odín había dado a Hel el mando sobre el inframundo había desterrado también a sus hermanos a los abismos de la creación, de donde según la profecía solo volverían para unirse a los enemigos de los dioses en la última gran batalla, el Ragnarok, que marcaría el fin del mundo tal y como se conocía hasta entonces.
Preguntándose si el hecho de estar en el infierno estaría provocando sus pensamientos sobre el fin del mundo, Hermod se despidió de Baldr y Nanna entre lágrimas y promesas de volver a verse, y partió de vuelta a Asgard.
En cuanto Frigg escuchó las condiciones de Hel comenzó a mandar heraldos a todos los rincones del mundo. A su paso el mundo se llenaba de sollozos mientras los enviados de Frigg transmitían la noticia a elfos, enanos, dioses, hombres, así como a cada animal, árbol, piedra y a todo objeto por insignificante que fuese. Pronto toda la creación se llenó de lágrimas. Incluso las mesas, herramientas, sillas se unieron al llanto, lo cual hubiera resultado ciertamente incómodo de no haber estado todo el mundo concentrado en sus propios sollozos. Incluso caminar se volvió algo peligroso cuando los caminos se cubrieron también de la humedad que soltaban la tierra y las piedras.
Un grupo de mensajeros volvía cansado pero satisfecho de su misión cuando pasaron frente a una caverna. No sabían de nadie que habitase allí, pero no podía arriesgarse a dejar sin avisar a una sola criatura, así que decidieron explorarla. En su interior descubrieron al gigante Thock, que soltó una enorme carcajada al escuchar su mensaje.
— ¿Baldr? ¿Quién es ese y qué ha hecho para que yo llore por él? Por mí puede quedárselo Hel.
Los mensajeros no podía creer lo que estaban escuchando, ¿podía existir alguien que no conociese y amase a quien representaba todo lo bueno de la creación? Pero su insistencia solo logró enfadar al gigante hasta que se vieron obligados a marcharse con el corazón por los suelos.
Las lágrimas por su fracaso se unieron a la del resto de la creación que suplicaba la vuelta del dios. Pero era inútil. En su palacio del inframundo Hel notó la ausencia en el llanto general y cerró para siempre las puertas al retorno de Baldr.
Grande fue el dolor de todas las criaturas al conocer la noticia, y por encima del de todas ellas el de Frigg, que veía escapar la esperanza de recuperar a su hijo. Solo abandonó su duelo por un instante para ordenar que trajeran antes sí a Thock. En vano. La cueva estaba vacía cuando fueron a prenderle, y nadie fue capaz de encontrar su rastro. Hubo quien afirmó que al llegar a la guarida del gigante se habían visto merodeando por allí a Loki, e incluso hubo quien se atrevió a insinuar si el gigante no sería en realidad uno de los múltiples disfraces del dios del engaño. Pero las habladurías murieron tan pronto como empezaron dejando tras ellas solo el dolor y la pérdida.
Poco a poco los dioses volvieron a sus ocupaciones habituales y el mundo fue acostumbrándose a vivir sin la luz de Baldr. Pero en medio del luto general una criatura ocultaba una sonrisa tras un falso rostro de dolor. Se trataba de Loki, el asesino de Baldr, que saboreaba en silencio un triunfo que solo empeñaba el no poder presumir de él ante nadie.
¿Lograría salirse con la suya el taimado Loki? Para eso tendréis que esperar a la última parte de la saga, donde encontraréis más muertes, magia, venganzas, persecuciones, y conoceréis el destino final del dios del fuego y el engaño.
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