Hay una única tarde al año en la que dejo de ser Marcos, Papá o Profesor para volver a ser Marquitos. Es el día de Nochebuena, cuando voy a cantar villancicos con mis amigos al belén de la parroquia. Mi mujer nos llama el "Coro de los Peterpanes" y todos los años insiste que ya estamos un poco talluditos para eso, que va siendo hora de que le dejemos el sitio a los niños del barrio. Yo siempre le contesto que los niños de hoy en día ya sólo saben de Playstations y Facebooks, y que si no vamos nosotros no lo iba a hacer nadie. Aunque los dos sabemos que es sólo una verdad a medias, que si sigo yendo es porque es el único día en que nos volvemos a juntar la antigua panda: Salva, Carlitos, el Juan...
Todo empezó con don Remigio, el cura que nos daba la religión en los Salesianos. Un año le vino la idea de que unos niños cantando podía ser una buena idea para atraer más gente al belén de la parroquia (y, de paso, pedirles que contribuyeran a la campaña de Navidad) y allá que nos llevó a las dos clases de sexto con unas cuantas panderetas y zambombas. No debió de acabar muy convencido cuando no quiso repetirlo al año siguiente. Yo siempre le he echado la culpa a los del A, que cantaban más fuerte a propósito para que no se nos escuchara a los de 6º B, empezando una pelea que se recordó en el barrio durante bastante tiempo. Aunque Carlitos, que era del A, sostiene que todo comenzó porque nosotros habíamos acaparado todas las zambombas. Mi mujer se ríe de que a estas alturas todavía sigamos discutiendo sobre esto, pero claro, ella no puede entenderlo porque en su colegio sólo había una clase por curso.
El caso es que al año siguiente a los de la panda del barrio se nos ocurrió que lo podíamos repetir por nuestra cuenta, y así empezó una tradición que este año cumple tres décadas. En ese tiempo todos hemos ido dejando el barrio y perdiendo el contacto salvo por esta tarde del año en el que volvemos a reunirnos junto al belén.
Esa noche había nevado por primera vez desde que era un chaval. Las calles cubiertas de blanco, las luces, los niños haciendo muñecos y lanzándose bolas de nieve... todo parecía haberse confabulado para montar un escenario de película navideña que acompañase los treinta años del coro. Aunque lo que de verdad hizo aquel día inolvidable fue que, después de no saber nada de él desde los ochenta, el Luisma volvió para cantar con nosotros.
Lo vimos cuando nos acercábamos desde la cafetería donde solíamos quedar. Nos costó un poco reconocerlo. Yo creo que no nos lo terminamos de creer hasta que, después de que le preguntara si era de verdad era él, me contestó:
—¡Pues claro, Carahuevo! ¿Quién iba a ser si no? ¿Papá Noel?
Nadie me había vuelto a llamar Carahuevo desde hacía más de veinte años. Fue Salva el único que tuvo presencia de ánimo para decir lo que todos estábamos pensando:
—Joder, Luisma, estás igual.
No se trataba de una frase para quedar bien. Delante de nosotros, con su sonrisa socarrona y su perpetua expresión de estar maquinando alguna nueva trastada, estaba el mismo Luis Manuel de dieciséis años al que no habíamos vuelto a ver desde que su familia hiciera las maletas y dejara la ciudad.
—No como tú, que se te nota la buena vida —la aparición señaló la barriga de Salva, que dio un respingo hacia atrás—. Bueno, ¿es que pensáis quedaros allí toda la tarde? ¿Cantamos o qué?
—Es que nos ha sorprendido volver a verte así, de repente —logré articular—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Pues arriba y abajo, por ahí —dijo haciendo un gesto con el brazo como abarcando una gran cantidad de sitios. Luego volvió a sonreírnos—. Sabéis, todas las navidades me acordaba del coro y me moría de ganas de cantar con vosotros. Y cuando caí que este año era el treinta aniversario me dije, yo no me voy sin ver a la panda una última vez.
Esta vez fue Juan el que se atrevió a poner palabras a nuestros pensamientos:
—¿A dónde te vas?
—Pues arriba y abajo, ya os lo he dicho —respondió poniendo cara de aburrido.
Dudo que hubiéramos podido sacarle algo más de haber tenido la oportunidad. En cualquier caso en ese momento apareció don Miguel, un cura joven al que habían destinado a la parroquia hace unos años, para avisarnos de que ya había gente esperando y llevarnos junto al belén.
Cuando llegamos a nuestro sitio todos intentamos evitar colocarnos junto a Luisma, que ajeno a nuestro nerviosismo se plantó entre Salva y yo echándonos un brazo por encima a cada uno mientras decía:
—Joder, esto es de verdad como en los viejos tiempos.
Durante la primera canción ni Salva ni yo dimos pie con bola, incapaces de pensar en otra cosa que en ese brazo sobre nuestros hombros, que no estaba helado ni parecía dispuesto a atravesarnos como yo había supuesto. El resto no dejaba de lanzarnos miradas furtivas esperando que el Luisma desapareciera de pronto, que nosotros dos nos cayésemos muertos o qué se yo.
Un par de villancicos después, cuando Luisma ya había cambiado de sitio, Salva aprovechó una pausa para enseñarme la foto que había hecho con el móvil:
—Mira, aquí está.
—Ya lo veo, ¿y qué?
—Pues que sale en la foto. Se supone que no debería, ¿no?
—Y yo que sé. ¿Eso no son los vampiros?
Y los dos miramos hacia Luisma que nos sonrió sin que viéramos asomar ningún colmillo.
Fue probablemente nuestra peor actuación desde aquella primera vez en sexto. Hasta don Miguel debió darse cuenta de que algo raro pasaba porque se puso a cantar con nosotros, cosa que nunca había hecho antes. Pero ya fuera por la fuerza de la costumbre o porque uno acaba acostumbrándose a todo, lo cierto es que poco a poco acabamos entrando en calor y los últimos villancicos acabaron saliéndonos bastante bien. Incluso llegué a comentarle a Salva que se dejara de sacar fotos y disfrutase que por una vez volviésemos a estar todos juntos.
Cuando terminamos don Miguel se despidió de nosotros y nos quedamos mirándonos unos a otros sin saber muy bien qué hacer. Fue precisamente Luisma el que rompió el hielo:
—Ha estado genial, tenemos que repetirlo alguna vez.
—No te preocupes —le respondí en seguida. Y, sin pensarlo mucho, añadí—. Suerte en tu viaje. Espero que vayas a un lugar mejor y...
Pero no fui capaz de terminar. Me interrumpió la carcajada de uno de los visitantes del belén, un tipo literalmente doblado en dos de la risa, que a duras penas lograba decir:
—¡A un lugar mejor! —nueva carcajada—. Marquitos, eres la ostia.
Y mientras nos quedábamos mirándolo embobados el hombre se quitó el gorro y la bufanda que ocultaban los rasgos del Luisma. Un Luisma canoso, de ojillos hundidos, y con un buen puñado de arrugas que se hacían aún más marcadas por la sonrisa que le llenaba toda la cara, la misma sonrisa que habíamos visto una y otra vez de niños cada vez que nos gastaba una de sus bromas.
—Creo que ya conocéis a mi chaval —dijo echándole un brazo por encima al chico que había cantado con nosotros—. Todo el mundo dice que se me parece un montón.
Y como nadie decía nada, continuó:
—Venga, os invito a tomar una cervecita, y así podemos ver la actuación, la he grabado entera.
Yo fui el primero en reaccionar, articulando la única respuesta válida en estas circunstancias y estampándole una bola de nieve en plena cara.
—Vaya pinta traes. ¿Ha ido bien la tarde? —me preguntó mi mujer al entrar en casa.
—La verdad es que sí, nos hemos reído mucho —y, mientras me quitaba el abrigo empapado de barro y nieve sucia, añadí—. Ha venido el Luisma. El mamón estaba igual que siempre.
FIN