— ¿En qué momento se me ocurrió meterme en esto?
El espectro que le servía de guía se giró:
— ¿Decía algo el señor?
— Nada, no importa —respondió Hermod antes de volver a sumirse en sus pensamientos.
Claro que recordaba el momento en que se le ocurrió meterse en esto. Había sido justo después de que su madre Frigg se dirigiese a ellos sobre el cadáver de Baldr y pidiese un voluntario para traerlo de vuelta del inframundo. De entre todos los dioses él había sido el único que había reunido el valor, o la estupidez, suficiente como para presentarse voluntario. Por supuesto que el generoso número de cervezas que había estado tomando antes del asesinato tenía algo que ver con su ofrecimiento, pero también los otros dioses habían bebido abundantemente durante la fiesta y no por eso habían dado un paso al frente. También podría echarle la culpa al cariño que sentía por su madre o su hermano asesinado, pero tampoco era la verdadera razón. Lo que le había decidido a dar un paso adelante no era el alcohol o la familia, sino el deseo de ser tomado en cuenta.
Todos los demás dioses habían corrido grandes aventuras que contar en la mesa, heroicas búsquedas que los hombres narraban frente a sus hogares. Mientras que él, Hermod el ligero, solo era mencionado de pasada, llevando algún mensaje de los dioses. Él también quería tener su saga y si era necesario cabalgaría hasta el infierno helado de Helheim y arrancaría el alma de Baldr de las manos de la mismísima Hel en una gesta que los skalds cantarían en todos los salones de Midgard. O al menos esa era la teoría.
Su ardor guerrero empezó a enfriarse un par de noches después de salir de Asgard. Realmente es difícil no enfriarse cuando se recorren estepas heladas en las que el sol no es más que un tímido rayo que se asoma unos minutos para marcar la diferencia entre una noche y la siguiente. A su alrededor sólo había nieve y hielo. Y muertos, claro.
Al principio no fue consciente de ellos mas que como un movimiento en el rabillo del ojo o una sombra algo más oscura alrededor del fuego. Pero conforme se acercaba al Helheim fueron haciéndose cada vez más visibles. Solos o en grupos formados por el camino, algunos cargando sacos con las pertenencias que sus allegados habían juntado para que les acompañasen al más allá, otros llevando solo los zapatos de Hel, el resistente calzado que los vikingos dejaban a sus muertos para el largo camino que les esperaba.
De vez en cuando Sleipnir, el caballo de ocho patas que Odín le había prestado para su búsqueda, adelantaba la comitiva de un guerrero que había sido quemado junto con su caballo y algún esclavo que cargaba con sus armas. Pues Helheim no era solo el hogar eterno de mujeres, niños, ancianos o enfermos (los llamados muertos de paja por haber fallecido en su jergón), sino que también acogía a los guerreros a los que se había prohibido la entrada en el Valhalla por crímenes o traiciones contra los suyos. Incluso una vez Hermod adelantó un barco cargado de presentes en cuya proa un ceñudo guerrero intentaba atisbar su destino.
Por fin, después de nueve noches, Hermod llegó a la orilla del río Gjöll que marcaba la frontera del reino de los muertos. A su alrededor los espíritus eran ya un torrente de cuerpos silenciosos y caras sin expresión. Conforme cruzaba el puente forrado de oro de Gjallarbrú fue consciente de una gigantesca figura en la orilla opuesta que vigilaba la llegada de los espectros.
Se trataba de Mödgud, una de las criaturas de Hel, encargada de guardar la entrada a su reino. Tal vez en algún lejano pasado había sido una criatura de carne y hueso, pero si había sido así lo primero había acabado consumiéndose dejando solo lo segundo. Hermod se percató de que la giganta lo miraba fijamente (tan fijamente como se pueden mirar unas órbitas vacías. Lo cual, según descubrió Hermod, puede ser bastante) y que empezaba a abrirse paso desplazando muertos a un lado y a otro hasta colocarse frente a él.
Preguntándose, quizás por primera pero definitivamente no por última vez, en qué estaba pensando cuando se ofreció para el viaje, Hermod se irguió sobre su caballo, intentando presentar una imagen lo más altiva posible, y exclamó:
— ¡Criatura! ¡Soy Hermod, el rápido, hijo de Odín y de Frigg, mensajero de los dioses, morador de…
— Ummmm —le interrumpió la giganta—. Estáis vivo.
— Sí, eso es obvio —dijo Hermod molesto mientras era consciente de que a su alrededor los muertos habían interrumpido su marcha para contemplarlos con miles ojos inexpresivos—. Soy Hermod, hijo de Odín y Frigg, mensajero de los…
— Eso ya lo habéis dicho —volvió a interrumpir Mödgud—. Pero estáis vivo —insistió ladeando la cabeza como si estuviera intentando buscar alguna terrible herida o marca de enfermedad que estuviera oculta a simple vista. La giganta se llevó su huesuda mano a la barbilla en un gesto pensativo, y sin duda habría arrugado el ceño de haber tenido alguno.
— ¿Estáis seguro de que es aquí a dónde venís? Quizás os habéis perdido, el paisaje es muy monótono por esta zona y es difícil orientarse.
— Sí. Quiero decir, no —se corrigió Hermod, consciente ya de que su presentación había sido arruinada definitivamente—. No me he perdido, y sí, vengo aquí. ¿Hay algún problema con eso?
— En absoluto señor. Pero veréis, aquí tenemos unos criterios de admisión un tanto —el esqueleto dudó buscando la palabra adecuada— estrictos, y me temo que de momento no los cumplís. Pero no os preocupéis, normalmente suele ser cuestión de tiempo.
Hermod sintió un escalofrío ante la sugerencia de la giganta. Fue consciente como a su alrededor los muertos empezaban a perder el interés en él y se ponían de nuevo en marcha. No era una buena forma de comenzar su saga, aunque confiaba en que los skalds se saltaran esta parte cuando la relatasen.
— En realidad no vengo a quedarme —dijo lentamente, dejando que la información fluyese dentro del expuesto cráneo de Mödgud—. He venido en busca de mi hermano Baldr, el dios de la luz. Me ha mandado nuestro padre Odín para que hablase con vuestra ama Hel.
— Ah, sí, Baldr —el gran esqueleto volvió a acariciarse la barbilla—. Lo vi pasar hace unos días en un barco enorme lleno de tesoros. Realmente parecía increíble que pudiese moverse de lo cargado que estaba.
Hermod esperó un momento, incómodo por el silencio que siguió a las palabras de la giganta.
— ¿Entonces —se decidió a preguntar al fin— puedo pasar?
— ¿Lleváis comida?
Ah, suspiró aliviado Hermod, entonces todo se reduce a esto.
— Sí, llevo varios manjares en mi zurrón, y si me permitís el paso estaré encantado de compartirlos con vos como muestra de mi aprecio por vuestro trabajo.
Mödgud se quedó inmóvil sin apartar sus órbitas vacías de Hermod, cuya incomodidad solo se veía aliviada al percatarse de que los muertos habían perdido definitivamente el interés en él. Estaba empezando a plantearse arrojar la comida a los pies del esqueleto y seguir su camino cuando la giganta pareció volver a la vida (Hermod no pudo evitar darse cuenta de lo inapropiado de la comparación) para decirle mientras meneaba la cabeza:
— No son para mí, son para el perro.
— Sí, claro —en ese momento Hermod ya tenía claro que debía quedar muy poco cerebro sin pudrir dentro de aquella calavera—, para el perro —en cualquier caso Hermod no pensaba quedarse allí a discutir con ella. Hizo que Sleipnir diera unos pasos hacia la giganta y extendió los brazos ofrenciéndole algunas de sus provisiones.
Mödgud miró las viandas unos segundos antes de dirigirse de nuevo a Hermod:
— No son para mí, señor —dijo utilizando un tono parecido al que suele emplearse cuando se quiere explicar a un niño pequeño algo demasiado complicado para él (si es que algún niño fuera capaz de aguantar una explicación de un esqueleto de más de tres metros sin echarse a llorar o salir corriendo a toda la velocidad que permitiesen sus cortas piernas)—. Veréis, señor, no sé si os habéis percatado, pero soy un esqueleto. No puedo comer. Bueno, no exactamente. Puedo, pero luego queda todo esparcido por el suelo y paso varios días con moscas revoloteando por mis costillas, lo cual es bastante molesto. Como os decía es para el perro.
Y diciendo esto Mödgud se apartó a un lado, mientras Hermod la miraba con las manos extendidas sosteniendo la comida sin entender nada. Pero la oportunidad de dejar atrás a la giganta era demasiado buena como para desaprovecharla intentando encontrarle sentido a la situación. Mientras dejaba atrás al esqueleto se planteó si el resto de los dioses también pasaban por circunstancias parecidas en sus aventuras pero decidían olvidarse oportunamente de ellas al contarlas de vuelta a casa.
Perdido en sus pensamientos Hermod no fue consciente de como la riada de espíritus aminoraba poco a poco su paso al pasar frente a una gruta hasta no llegar casi a su altura. Entonces lo recordó.
Por supuesto. El perro. Garmr.
Garmr era el gigantesco perro que guardaba la puerta del Helheim. Los muertos, para evitar ser atacados por la criatura, eran enterrados junto con un pastel de Hel como ofrenda para la bestia.
Ese día Garmr estaba más irritable de lo normal, como habían notado algunos muertos que se habían acercado demasiado al arrojarle la comida y ahora tendrían que pasar el resto de la eternidad con un dedo o dos menos. Había algo extraño en el aire, un olor diferente, que le traía recuerdos de mucho tiempo atrás. Y se hacía más fuerte.
Hermod esperaba su turno para pasar mientras veía a la bestia mover la cabeza a un lado y a otro olisqueando. Bajó la vista hacia su zurrón en busca de algo que sirviese de ofrenda. Cuando levantó la cabeza Garmr estaba mirándolo fijamente.
Tragó saliva. O lo hubiera hecho si su boca no se hubiera quedado seca de repente. Garmr no solo no le quitaba ojo, sino que además había empezado a andar hacia él, abriéndose camino entre los muertos que seguían arrojando comida a su paso.
Garmr al fin había notado la procedencia del olor. Venía de aquella figura montada. No, se corrigió mientras se aproximaba para oler mejor, la fragancia partía de los dos, jinete y montura. ¿Qué era? Estaba ahí, lo tenía en la punta de su descomunal lengua.
Ya había apenas un metro de distancia entre él y la bestia y Hermod había lo posible por mantener su pose mientras notaba el nerviosismo de Sleipnir. Cualquier otro caballo menos acostumbrado a tratar con todo tipo de criaturas ya habría salido huyendo. El mismo Hermod empezaba a plantearse la posibilidad, dudando de si los espíritus a su alrededor serían lo bastante sólidos como para permitirle salir a la carrera antes de que el perro cayese sobre ellos. Por si acaso le arrojó la comida que había preparado para él.
Absorto como estaba escarbando en su memoria Garmr apenas se percató de la ofrenda. Sin pensarlo sacó la lengua para atrapar un par de trozos mientras se acercaba para apreciar mejor el olor. Pero lo único que vio el dios fue a la enorme bestia relamiéndose mientras se acercaba. En ese momento Hermod fue súbitamente consciente de que quizás ser un dios de segunda fila no fuera algo tan malo, y que el puesto de mensajero de los dioses era muy importante para que el universo siguiera funcionando correctamente.
Hermod puso la mano sobre el pomo de su espada. Había decidido que este sitio no le gustaba. Nada. Y que no pensaba pasar allí la eternidad. Así que si había que morir sería con un arma en la mano ganándose un sitio en Walhalla. Por un momento se preguntó si las Walkirias haría recogidas tan lejos. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque Garmr se había puesto rígido y lo miraba con fijeza. Poco a poco empezó a desenvainar su arma mientras esperaba el mordisco mortal.
¡Claro! ¡Eso era! ¡A lo que olía el extraño y su caballo era a vivo! Hacía tanto tiempo que no olía algo así… Contento tras haber resuelto el enigma, Garmr le dedicó a Hermod una gran sonrisa que heló la sangre en las venas al dios y se volvió a su cueva moviendo la cola.
Hermod todavía estaba recuperándose de la visión de los tremendos dientes de Garmr a un metro de su cara cuando llegó a la verja que marcaba el inicio del reino de Hel. Allí le esperaba uno de los sirvientes de la diosa.
— ¡Salve Hermod, el rápido, hijo de Odín y de Frigg, mensajero de…!
— ¿No tendríais un poco de agua para darme? —le interrumpió Hermod que definitivamente había renunciado protagonizar un saga y ahora solo estaba preocupado en comprobar si alguna vez volvería a tener saliva.
— Ummm, claro, señor, si tenéis la bondad de seguirme.
El dios no llegó a ser consciente de la mirada de desaprobación del espíritu tremendamente molesto ante tamaña falta de protocolo. Mientras le seguía hacia el interior del inframundo, Hermod solo podía pensar en qué momento se le habría ocurrido presentarse voluntario para esta misión. Bueno, en eso y en que la historia necesitaría unos pequeños cambios antes de contarla a su vuelta a Asgard (como así fue, de manera que la leyenda que ha llegado hasta nuestros días se trata en realidad de una versión edulcorada que omite los pasajes más comprometidos. El como llegó a mis manos el verdadero relato de los hecho es en sí mismo una interesante historia, pero que, por cuestiones de espacio, habremos de dejar para otra ocasión).
El espectro mandó que se hicieran cargo de su montura atravesar la verja de hierro que daba entrada al reino de Hel. Allí el torrente de muertos se dividía en dos, uno bastante más pequeño en el que iban la mayoría de los hombres con aspecto de guerreros. Acompañaron a este grupo durante un trecho, hasta que su guía lo hizo tomar otro camino dejándolos atrás.
— ¿Por qué ellos siguen un camino distinto? —preguntó Hermod.
— Son los asesinos, traidores y demás escoria que, aunque muera con un arma en la mano, no es merecedora del Valhalla —le respondió su guía.
— ¿Y a dónde van?
— Pues, si tienen suerte, acabarán en el gran caldero Hwergelmir, donde la gran serpiente Nidhug los devorará una y otra vez hasta el fin de los tiempos.
Hermod no estaba seguro de haber escuchado bien.
— ¿Si tienen suerte?
— Sí, al menos allí tendrán un rato de descanso mientras se regeneran, y Nidhug solo puede devorar a un pequeño número a la vez —a Hermod no le gustó el tono que adoptó el espectro, pero estaba demasiado interesado en la explicación como para interrumpirlo—. Los demás van un gran salón de cuyo techo cuelgan millares de serpientes que dejan caer su veneno día y noche sobre las almas cautivas.
No estaba muy seguro de si era debido a la sugestión, pero a Hermod le pareció escuchar a lo lejos los gritos de los condenados mientras el ácido caía sobre ellos. Nunca se había considerado una mala persona, pero en ese momento tomó la determinación de empezar a tratar mejor a sus semejantes.
— Debe ser una vida terrible —pensó en voz alta.
— Bueno, técnicamente tal vez la palabra vida no sea la más adecuada, pero es sólo para aquellos que lo han merecido. El resto podemos considerarnos en general bien tratados. Hel es amable con nosotros y nunca nos falta comida ni refugio. De hecho —continuó el espectro—, hay para quien esto supone una mejora con respecto a la vida que llevaba antes, salvo algún pequeño detalle sin importancia.
— ¿Cómo cuál?
— Principalmente el aburrimiento.
Y dicho esto el espectro cayó en un silencio que no rompió hasta que al final del camino se detuvieron frente a la puerta de un gran edificio.
— Hemos llegado —anunció. Y sin esperar respuesta alguna se giró y volvió por el camino por donde habían llegado.
Hermod miró un momento como se alejaba, tomó aliento y abrió la puerta. Frente a él había un gran salón decorado para una fiesta. En el centro había una gran mesa rodeada de multitud de sillas, todas vacías salvo un par en el otro extremo de la sala. En una de ellas reconoció a su hermano Baldr.
Baldr, Nanna y Hermod (y Sleipnir, aunque con cuatro piernas de menos). Fuente: Wikipedia. |
Cruzó la habitación a paso vivo, que se convirtió en una carrera, mientras lo llamaba entre risas. No sabía muy como lo recibiría el dios de la luz. Alegría, posiblemente, extrañeza por verlo allí. Tal vez le preguntaría cómo había llegado ahí y planearían juntos su fuga del lugar. En su lugar lo único que recibió fue una sonrisa fría y un
— Hola Hermod.
Hermod se detuvo, los brazos abiertos. ¿Acaso estaba Hel jugando con él? ¿Podía ser esa criatura sin expresión de verdad Baldr? Era su rostro, sí, pero ¿dónde estaba la luz que siempre había emanado del dios? ¿Dónde su eterna sonrisa? Miró a su lado y vio que la otra silla estaba ocupada por su esposa, la hermosa Nanna. ¿Qué estaba haciendo ella allí?
Comprendió. De repente se sintió solo, muy solo, a cientos de kilómetros de su hogar, rodeado de muertos.
— Siento que estés aquí —dijo aquella criatura que una vez había sido su hermano.
— ¿Qué? No, yo no estoy… —se detuvo incapaz de encontrar las palabras adecuadas—. Madre me ha enviado para sacarte de aquí.
— ¿Salir de aquí? No, hermano —Hermod pensó en las pocas veces que Baldr se había dirigido a él mencionando su parentesco—, mi tiempo ha pasado. Ahora mi sitio es este.
Hubo un breve silencio antes de que Baldr volviese a hablar:
— Pero si de verdad puedes hacerlo llévate a Nanna. Ella no debería estar aquí. No es sitio para ella.
La diosa abrazó a su esposo.
— Mi sitio está a tu lado. No podría vivir de otra forma —dijo enterrando su cabeza en su pecho.
Baldr rodeó a su esposa con el brazo, acunándola. El dios le besó el pelo y durante ese breve instante Hermod reconoció de nuevo a su hermano frente a él. Dio un paso al frente posando la mano en su hombro y susurró:
— Haré todo lo posible por sacaros de aquí. A los dos. Os lo prometo.
Y empezó a llorar.
Hermod ante Hel. Fuente: Wikipedia. |
La entrevista con Hel fue mejor de lo que había imaginado. Claramente la diosa ya sabía cuál iba a ser su petición y tenía preparada su respuesta. Sí, dejaría marchar a Baldr, y también a Nanna. Pero, como debía comprender, algo así no podía hacerse a la ligera. ¿Qué ocurriría si se daba la impresión de que la muerte ya no era necesariamente el final del camino?
Así que los liberaría pero con una condición inamovible: toda la creación debía pedir su vuelta con sus lágrimas. Bastaría con que un solo objeto o criatura no se uniese al llanto para que las puertas del Helheim se cerrasen para siempre para Baldr y Nanna.
Hermod agradeció a Hel la oportunidad que les daba y se despidió con cierto alivio. Aunque la condición parecía difícil, estaba seguro de que toda la creación amaba al dios de la luz y haría lo que fuese necesario por traerlo de vuelta. Además agradecía dejar atrás a la diosa: el cuerpo de Hel estaba dividido en dos mitades, una de ellas era una hermosa mujer, pero la otra tenía la forma de un cadáver de varios días. Durante toda la breve entrevista Hermod había estado sudando incómodo ante el constante escrutinio al que le había sometido aquel ojo sin vida. Y no resultaba un alivio pensar que peor hubiera sido tener que vérselas con alguno de sus monstruosos hermanos, nacidos como ella de la unión de Loki con la giganta Angurboda: el gran lobo Fenris o la gigantesca serpiente Jörmungander Afortunadamente cuando Odín había dado a Hel el mando sobre el inframundo había desterrado también a sus hermanos a los abismos de la creación, de donde según la profecía solo volverían para unirse a los enemigos de los dioses en la última gran batalla, el Ragnarok, que marcaría el fin del mundo tal y como se conocía hasta entonces.
Preguntándose si el hecho de estar en el infierno estaría provocando sus pensamientos sobre el fin del mundo, Hermod se despidió de Baldr y Nanna entre lágrimas y promesas de volver a verse, y partió de vuelta a Asgard.
En cuanto Frigg escuchó las condiciones de Hel comenzó a mandar heraldos a todos los rincones del mundo. A su paso el mundo se llenaba de sollozos mientras los enviados de Frigg transmitían la noticia a elfos, enanos, dioses, hombres, así como a cada animal, árbol, piedra y a todo objeto por insignificante que fuese. Pronto toda la creación se llenó de lágrimas. Incluso las mesas, herramientas, sillas se unieron al llanto, lo cual hubiera resultado ciertamente incómodo de no haber estado todo el mundo concentrado en sus propios sollozos. Incluso caminar se volvió algo peligroso cuando los caminos se cubrieron también de la humedad que soltaban la tierra y las piedras.
Un grupo de mensajeros volvía cansado pero satisfecho de su misión cuando pasaron frente a una caverna. No sabían de nadie que habitase allí, pero no podía arriesgarse a dejar sin avisar a una sola criatura, así que decidieron explorarla. En su interior descubrieron al gigante Thock, que soltó una enorme carcajada al escuchar su mensaje.
— ¿Baldr? ¿Quién es ese y qué ha hecho para que yo llore por él? Por mí puede quedárselo Hel.
Los mensajeros no podía creer lo que estaban escuchando, ¿podía existir alguien que no conociese y amase a quien representaba todo lo bueno de la creación? Pero su insistencia solo logró enfadar al gigante hasta que se vieron obligados a marcharse con el corazón por los suelos.
Las lágrimas por su fracaso se unieron a la del resto de la creación que suplicaba la vuelta del dios. Pero era inútil. En su palacio del inframundo Hel notó la ausencia en el llanto general y cerró para siempre las puertas al retorno de Baldr.
Grande fue el dolor de todas las criaturas al conocer la noticia, y por encima del de todas ellas el de Frigg, que veía escapar la esperanza de recuperar a su hijo. Solo abandonó su duelo por un instante para ordenar que trajeran antes sí a Thock. En vano. La cueva estaba vacía cuando fueron a prenderle, y nadie fue capaz de encontrar su rastro. Hubo quien afirmó que al llegar a la guarida del gigante se habían visto merodeando por allí a Loki, e incluso hubo quien se atrevió a insinuar si el gigante no sería en realidad uno de los múltiples disfraces del dios del engaño. Pero las habladurías murieron tan pronto como empezaron dejando tras ellas solo el dolor y la pérdida.
Poco a poco los dioses volvieron a sus ocupaciones habituales y el mundo fue acostumbrándose a vivir sin la luz de Baldr. Pero en medio del luto general una criatura ocultaba una sonrisa tras un falso rostro de dolor. Se trataba de Loki, el asesino de Baldr, que saboreaba en silencio un triunfo que solo empeñaba el no poder presumir de él ante nadie.
¿Lograría salirse con la suya el taimado Loki? Para eso tendréis que esperar a la última parte de la saga, donde encontraréis más muertes, magia, venganzas, persecuciones, y conoceréis el destino final del dios del fuego y el engaño.
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